En el prólogo a Lamiel, la última novela que Stendhal escribió, su traductora, Consuelo Bergés, establecía que toda la obra stendhaliana giraba en torno a la lucha entre el individuo y la colectividad.

Para acabar demostrando cómo, aun siendo extraordinarios los caracteres individuales de Julien Sorel o de Fabrizio del Dongo, protagonistas de Rojo y Negro y de La cartuja de Parma, caían derrotados en sus sueños frente al realismo e intereses de la sociedad de su tiempo. Bergés pasaba a universalizar ese axioma, formulándolo así: «La sociedad no tolera cuerpos errantes al margen de su contorno. Cuando alguno deambula en las afueras de sus límites, la sociedad, como la ameba que estudiamos en los cursos elementales de fisiología, alarga una especie de tentáculos, agarra al corpúsculo cimarrón, lo engloba y lo disuelve en su viscosa masa».

La política española ha generado en los últimos años errantes cuerpos extraños. Primero fueron los indignados de la ultraizquierda; hoy, los cabreados de la ultraderecha.

Pablo Iglesias y Santiago Abascal han dado forma a esos movimientos extremos, presentes en el Congreso en los grupos de Vox y Unidas Podemos con cerca de un centenar de escaños entre ambos, casi una tercera parte del aforo de la representación popular. Sin embargo, ninguno de esos dos caudillos, ni sus respectivos partidos o grupos parlamentarios blasonan de pertenecer al sistema que los acoge y subvenciona. Por el contrario, sus críticas y manifestaciones, desacatos y escraches, sus mensajes de rencor y odio envueltos en demagógicas banderas los sitúan más genuinamente en la periferia que en el corazón de la política institucional.

Estando por ver aún si, como en el caso de los héroes de Stendhal, el sistema acabará de asimilarlos en su «viscosa masa» o serán sus masas de seguidores las que acaben rebelándose contra el statu quo, el Estado Autonómico, la monarquía, la actual democracia constitucional, para imponer un modelo más presidencialista y autoritario.

Mientras tanto, sigamos leyendo a Stendhal…