He escrito ya sobre la cuestión de Cataluña, entendida como su encaje dentro del Estado español, y en un aviso a navegantes advertí que se divisaba una gran tormenta en el horizonte. Gran parte de la clase política, especialmente la capitalina, consideró que era un pequeño nubarrón, que podría disolverse a golpe de talonario. ¡Vaya perspicacia política! Muchos sentirán hartazgo y hastío ante este problema. Yo también. Preferiría ocuparme de otros temas: el paro, la quiebra del Estado de bienestar, el incremento de las desigualdades, la pestilente corrupción, etc. Si retorno es porque el problema está sin resolver, --para Ortega y Gasset era insoluble--, y mucho más grave que hace unos meses por los acontecimientos recientes: convocatoria de la consulta para el 9-N, recurso de inconstitucionalidad del Gobierno. Por ello, son actuales las palabras pronunciadas en el Parlamento español en 1932 relacionadas con el mismo problema: "Todos los problemas políticos, señores diputados, tienen un punto de madurez, antes del cual están ácidos; después, pasado ese punto, se corrompen, se pudren".

Esta es la situación, nos guste o no. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Si repasamos la historia, algo que los españoles deberíamos hacerlo con más asiduidad, observamos que es un problema muy antiguo. Según Josep Fontana, ya Patiño, ministro de Felipe V dijo en 1715, poco después de terminada la guerra: "El genio de los naturales es amante de la libertad, aficionadísimo a todo género de armas, promptos en la cólera, y que siempre se debe desconfiar de ellos (-). Son apasionados a su patria, con tal exceso que les hace trastornar el uso de la razón y solamente hablan en su lengua nativa". Es claro que el Título VIII de nuestra Carta Magna no ha servido a pesar de las competencias concedidas a Cataluña, las máximas de toda su historia, para satisfacer las ansias de autogobierno de muchos catalanes. Si hoy bastantes de ellos quieren remar solos, antes también los había, pero muchos menos, en buena parte se explica por la torpeza política de los populares, que en lugar de tender puentes los dinamitan por réditos electoralistas. A esta tarea se han sumado gozosos la mayoría de los poderes mediáticos y académicos del Estado. Ahí van ejemplos: "Nos roban el Archivo de Salamanca"; recogida de firmas contra el Estatuto y posterior recurso de inconstitucionalidad tras el referéndum; negativa al uso del catalán en el Senado, calificar una manifestación millonaria de algarabía, el vocablo surrealista de LAPAO, etc. La identificación de los nacionalismos periféricos, como fracturas peligrosas para la democracia española, es rentable para ganar votos en el resto del país. Es un enemigo claro y que provoca una reacción automática. Estos comportamientos perversos y peligrosos han sido una máquina de fabricación de independentismo en aquellos sectores de la sociedad catalana que hasta hace poco se sentían cómodos en un estado federal. Y cada vez que hablan los Rajoy, Sáenz de Santamaría y Cospedal este sentimiento va a más, para regocijo de algunas fuerzas políticas catalanas, que han sido siempre independentistas, opción además de legítima, democrática.

Como señala Luisa Elena Delgado en su libro a nación singular es erróneo el decir que las manifestaciones de las tres últimas Díadas por el derecho a decidir han sido propiciadas exclusivamente por la propaganda del gobierno catalán para ocultar los recortes brutales en el gasto social, sin apercibirse que es un impulso popular, expresado también en las urnas pero sin uniformidad política, el que ha forzado a un partido conservador a acelerar un proceso que probablemente por el mismo no se hubiera atrevido a llevar adelante. También debería servirle de motivo de profunda reflexión que en un momento de clara desafección de la ciudadanía, ha irrumpido en Cataluña un proyecto ilusionante que ha sabido canalizar transversalmente las frustraciones y las aspiraciones de una parte importante de su población. ¿Existe algún proyecto semejante en el resto del país?

Por otra parte, la democracia de consenso instaurada en nuestra Transición imposibilita el poder abordar determinados problemas desde la legalidad vigente. El art. 2° de la Constitución que especifica "la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles", indisoluble unidad impuesta y garantizada por las fuerzas armadas, imposibilita a no ser con una modificación constitucional, dar una salida a las justas aspiraciones de la sociedad catalana. Mas las leyes pueden cambiarse, incluida una constitución y más si hay que dar respuesta a un problema de la sociedad. Nos predicaron que cambiar una constitución era tarea muy complicada y que requería un largo proceso de reflexión. Mas fue suficiente un simple telefonazo de Ángela Merkel en septiembre de 2011 para que los dos grandes partidos la modificasen al dictado y en un pispás, sin mayores problemas.

No entiendo que en un país democrático, si realmente lo es, se impida votar a una sociedad para expresarse sobre cómo quiere organizar su futuro político. El problema está ahí. Y es obligación de los políticos el resolverlo. Para mí la solución es fácil, como ya lo dije: ¡Que la gente hable! En un futuro próximo no les quedará otra opción que permitirlo. Esta derecha española, de tanto abrazar a España la va a ahogar. Profesor de instituto