A partir de hoy, mi columna es más larga, y eso refuerza mi autoestima. Pasa de tener 1.550 caracteres a tener 1.700 caracteres, ahí es nada. Se debe a una nueva estructuración en las páginas del periódico, lógicamente. Sin embargo, como soy un iluso, yo lo veo como una suerte de ascenso, como un reconocimiento a mi abnegada labor. «Venga, que el chico escriba un poco más, que no se note tanto lo vago que es. Que se pueda lucir adecuadamente», creo escuchar en mi cabeza.

Sí: escucho voces en mi cabeza. Constantemente. Supongo que les ocurrirá a todos los escritores, ¿no? ¿No? Bueno, a lo que iba. (No me distraigas, querido lector, que pierdo el hilo de la columna y luego no hay quien reconduzca este sindiós.) Que el tamaño importa, es evidente. Y este alargamiento de columna merece una explicación; merece una columna (y estoy en ello, qué caramba). Adiós a las columnas de 1.550 caracteres. Os echaré de menos. Esas columnas primeras, tan bisoñas, peregrinas… Adiós, adiós. En fin, comienzo una nueva etapa, con más espacio para explayarme, para aburrir tal vez... No obstante, a mayor extensión, mayores expectativas se crean.

Como propósito claro para este nuevo formato, espero mejorar día a día, con cada nueva entrega, de corazón, espero merecer esos caracteres extras que se me conceden de rebote. Espero, por ejemplo, no caer tanto en el autobombo, que me pierde el hablar de mi obra. Lo que pasa es que los escritores tenemos que mordernos la lengua para no hablar de nuestros libros. Y es bien sabido que si un escritor se muerde la lengua puede morir envenenado. Y uno no quiere morir, precisamente ahora, con 1.700 caracteres a mi disposición. Madre mía, la felicidad era esto.

*Escritor y cuentacuentos