Históricamente hablando parece haber un relativo acuerdo en que el primer estoico fue Zenón de Citio, al que no hay que confundir con Zenón de Elea, conocido por su paradoja de Aquiles y la tortuga. Zenón el estoico había viajado a Atenas motivado por el ejemplo de Sócrates y las escuelas de filosofía, y pronto se convirtió en alumno de Crates, maestro en la doctrina cínica. Los cínicos destacaban por su austeridad ascética y renuncia a las vanidades espirituales y bienes materiales. Eran ingeniosos. Preguntado Antístenes, por ejemplo, si prefería caer en manos de los cuervos o de los aduladores, eligió los primeros, «porque te devoran cuando estás muerto; los otros, mientras vives». Diógenes, otro de los maestros cínicos, advirtió contra la servidumbre a toda codicia. Inspirado por ellos, Zenón empezó a predicar en la Stoa Poikilè, de ahí el nombre de estoicos.

Quienes, sin embargo, nunca fueron tan extremistas, en cuanto a las privaciones, como los cínicos. De hecho, uno de los grandes estoicos, el emperador Marco Aurelio, vivió toda su vida como un césar romano, lo que no le impidió aplicar una serie de rigores y controles a sus pensamientos y apetitos en busca de esa alegría serena que enunciaba una de las grandes aspiraciones de la filosofía de Zenón, basada en la física, la lógica y la ética, en busca siempre del eudemonismo, de una especie de sabiduría moral a la conquista de una una vida buena y feliz. Así contemplado, estoicismo sería una receta para alcanzar la felicidad...

Cleantes, Crisipo, Epicteto... los grandes nombres del estoicismo irían sucediéndose en la Antigüedad griega y romana, escribiendo ciertamente una dorada página en la historia de la filosofía.

Historia que William B. Irvine relata con mucha amenidad en El arte de la buena vida. Un camino hacia la alegría estoica (Paidós).

Un útil ensayo en el que su autor intenta aplicar los principios estoicos a nuestras sociedades contemporáneas. Como disfrute intelectual, por un lado, pero por otro, quizá el más importante, como una guía para adaptar nuestras decisiones y actos a una serie de principios rectos y equitativos surgidos de los albores del conocimiento.