Joan Margarit se formó inicialmente como arquitecto y llegó después a la poesía; también escribió primero en español y más tarde en catalán. Trabajó en el anillo olímpico de Monjuïc y en la Sagrada Familia de Barcelona, a la par que se forjaba una destacada posición en el panorama de las letras españolas, refrendado en el 2019 por la concesión del Cervantes. Caso poco habitual, su valía personal y humana rayó incluso a mayor altura que la de su obra; amante de su familia, mostró también un gran aprecio hacia la naturaleza y la música, en tanto que con esa sensibilidad infinita, tan menospreciada en nuestro redundante materialismo, su amadísima hija Joana, afectada por el síndrome de Down, inspiró muchos de sus poemas antes de desaparecer a temprana edad.

Margarit sentía una profunda devoción hacia su maestro, Machado, cardinal eslabón de una cadena que, piedra a piedra, verso a verso, ha erigido los más elevados templos de la literatura a lo largo de la historia. Quizá Margarit tuvo la suerte de vivir en un enclave privilegiado y en el momento oportuno, en tanto que otros, como Juan Meléndez Valdés, quien fuera el mejor poeta de su tiempo e ilustrado afrancesado, se viera forzado al exilio en un rincón no muy alejado de Collioure. De la mano de Antonio Astorgano, eminente catedrático y coordinador del número extraordinario editado por la 'Revista de Estudios Extremeños' en homenaje a Meléndez Valdés, tuve la fortuna de compartir un espacio en dicha publicación en la que también participaría Joan Margarit.

Quien hoy trabaja con esmero la palabra y construye en libertad sus versos, es el venturoso heredero de un legado que desde Safo a Homero, de Garcilaso a Góngora o de Sor Juana Inés de la Cruz a Rosalía, nos ha dejado el paso de los siglos para hacer más fácil y fructífera la labor del poeta actual.