Algunos han explicado que ciertos aspectos de la realidad estadounidense -compleja, desquiciada, extraordinariamente poliédrica y boba- solo se pueden contar a través de obras excesivas y paranoides, como las novelas de Don DeLillo o Thomas Pynchon, en el código del «realismo histérico», según la desdeñosa expresión de James Wood. De igual manera, parece que hay elementos de la realidad española que se entienden mejor a través de la literatura y el arte: el absurdo de los caprichos de Goya o los cesantes de Galdós (y llegantes: el presidente del Gobierno puso a un colega al frente de Correos y creó una dirección general para su mejor amigo del colegio). En cambio, para el momento María Antonieta - »¡que coman pasteles!»- que reunió a buena parte de la élite mediática, empresarial y política española en el aniversario del periódico El español en el Casino de Madrid, las referencias más adecuadas, como señala Manuel Arias, son Buñuel (preferiblemente El ángel exterminador) y las astracanadas de Berlanga (sobre quien Luis Alegre acaba de publicar un libro estupendo). Unas horas después de anunciar un nuevo estado de alarma, de instaurar un toque de queda y de apelar a la responsabilidad individual, en un país donde las familias no pueden reunirse, donde los amigos tienen problemas para verse y donde mucha gente ha perdido a seres queridos sin despedirlos, donde se ha culpado de los contagios a los niños, a los temporeros, a los corredores y a los adolescentes, se reunían decenas de personas en el tipo de botellón con ínfulas cuya suspensión sería uno de los pocos aspectos no totalmente negativos de la pandemia. Si la medida del confinamiento recuerda a la edad media, la aplicación de las normas parece estamental. La presencia de varios ministros -entre ellos el inefable responsable de Sanidad-, la fiscala general del Estado, el alcalde de Madrid y la presidenta de la comunidad, así como de políticos de PP, Cs y PSOE, parece diseñada por un promotor del populismo: muestra a unas élites irresponsables, extiende la idea de que hay limitaciones para unos y para otros no, y desautoriza las medidas. Esto sucedía en un acto montado por un periódico (empresas que se dedican a fiscalizar al poder con una buena dosis de moralina), en la edad de oro de la comunicación política y la obsesión por las encuestas. La sensación es triple: la inquietud, porque debemos creer que quienes no vieron el riesgo evidente de la fiesta sabrán diseñar las medidas sanitarias y económicas necesarias, la indignación por la desconsideración que mostraron y la fascinación por el espectáculo incomparable de la estupidez humana.