Hay pecados que la Iglesia perdona. Otros los disculpa con gesto benévolo. Y otros los encubre y esconde sin tener en cuenta que, además de pecados mortales, son delitos gravísimos. Es el caso de la pederastia. Los pederastas no solo se han infiltrado en el seno de la Iglesia a lo largo de los tiempos sino que se ha tolerado, y quizá favorecido, la existencia de múltiples redes al amparo de pederastas de rango confabulados con ellas. De manera especial en Estados Unidos e Irlanda, los escándalos que se han multiplicado así lo evidencian. ¿Tiene final esta pesadilla? Todos los obispos del mundo presumían, hasta hace pocos días, que las proclamas papales contra la pederastia se pronunciaban cara a la galería pero que de puertas adentro había que afanarse en ocultarla. Los pederastas y sus cómplices se han parapetado --y todavía lo hacen-- en la idea de evitar que se haga más luz. Lo máximo que el papa Ratzinger llegó a proponer consistía en un corte generacional: examinar a los aspirantes al sacerdocio y descartar a los posibles pederastas.

La pederastia debería ser considerada la más grave y peligrosa infección de la Iglesia católica. ¿Hasta dónde se extiende el mal? Nadie conoce su alcance y proporción, pero seguro que se esparce urbi et orbi, y sobre todo donde es más difícil que sea denunciado, y lo es todavía más en el antiguo tercer mundo que en el primero. ¿Cómo es posible que tantos religiosos lleven esta doble vida e inflijan tanto dolor mientras predican el bien?

En según qué circunstancias, todo ser humano, o casi, es capaz de causar males irreparables a sus semejantes. Siempre ha sido así, si bien el adelanto de la civilización no ha hecho más que disminuir el sufrimiento de seres humanos a manos de sus congéneres, aunque nunca de una manera total o definitiva. Aun así, persiste un número indeterminado pero significativo y muy nocivo de individuos que mantienen escondidas unas pulsiones irrefrenables. Los asesinos múltiples, los violadores y los pederastas se ponen al servicio del mal que acarrean. Los especialistas afirman que no tienen cura. El carnicero de Rostov, padre de familia, comunista ejemplar y uno de los más famosos asesinos en serie, afirmó, después de confesar 52 asesinatos y en referencia a la pasión que lo arrastraba a matar, que él era un error de la naturaleza. Como si fuera tan solo un caso de mala suerte: para la gente corriente, el infierno pueden ser los demás, pero él lo llevaba dentro.

El mecanismo interior de los pederastas y los violadores es similar al de los asesinos en serie. En ciertos individuos es tan poderosa el ansia de satisfacer una demanda morbosa dominante, que no tienen más remedio que satisfacerla una y otra vez. Existen deseos que son como las uñas: cuando crecen se deben recortar. Aunque para hacerlo sea preciso, con plena conciencia, infligir daños irreparables a víctimas inocentes. Émile Zola fue uno de los primeros en indagar en las zonas más oscuras de la naturaleza humana. En La bestia humana, excelente novela, Zola contrapone la psicología de un asesino por venganza con la de un asesino en serie, un muchacho muy normal que asiste con horror a la aparición de impulsos asesinos, controlados al principio pero que lo acaban dominando. Las raíces del mal no son fáciles de extirpar. Aun así, Roma ha empezado a cambiar para expulsar el mal de su seno.

El papa Francisco, persona nada meliflua, ha elegido la diócesis de Granada para pinchar uno de los múltiples granos de pus que todavía debe haber esparcidos por el mundo, verdaderas organizaciones paralelas, montadas con la única finalidad de practicar los abusos de la manera menos arriesgada posible. Muchas de ellas toleradas, y por lo tanto protegidas, por los correspondientes obispos. Ahora toca creerse que el caso de los Romanones llegó a conocimiento del Papa sin que en el obispado nadie tuviera la menor sospecha. Así debe ser si juzgamos por los minutos de penitencia del obispo, tumbado en el suelo en mitad de la catedral. Pero en general, y más en la Iglesia, los de arriba tienen la vista muy afinada y las orejas muy largas. El gesto del Papa tiene un gran valor y significa un cambio de paradigma. Hay que curar la infección, la Iglesia tiene que perseguir a fondo la pederastia en vez de disimularla. De otro modo, los mensajes papales sobre la bondad, en general tan bienvenidos, no podrían ser creíbles. El combate del Papa promete ser duro, porque las redes se resistirán tanto como puedan a desaparecer. La gente de bien, y todos los obispos, deberían apoyarle. Escritor