La frase que más he escuchado --y que más me ha dado que pensar-- desde que regresé hace unos días es, sin duda, que España es un buen lugar para vivir. Y me hace reflexionar no tanto porque me sorprenda o porque esté en desacuerdo, sino por la contradicción que supone, de ser cierta, vivir en el extranjero. No hay más que sentarse en una terraza del centro, ir a tapear al casco o dar un paseo por un parque --de cualquier ciudad, por si alguno estaba pensando ya en Zaragoza-- para sentirse plenamente de acuerdo con la afirmación. Y no digamos nada si es un pueblo de costa o de montaña, o un pueblo a secas. Por otro lado, en Polonia, donde he vivido los dos últimos años, no he dejado de conocer gente que se desvive por conocer nuestra cultura, nuestra lengua o pasar unos días en España. Y cuando lo consiguen, en viajes educativos, con familiares o con amigos y visitan cualquier ciudad española como Barcelona, Zaragoza, Madrid, Granada y Cádiz (siguiendo el itinerario que han hecho algunos de estos) notas que les cambia la cara. ¡Va a ser verdad! Y la confirmación casi llega cuando descubres en la mirada de un desconocido cierta mezcla de envidia y admiración por el solo hecho de ser español. Pero cuando uno está a punto de rendirse a la evidencia cae en la cuenta de la cantidad de gente que se ha tenido que marchar de un país, donde supuestamente se vive bien, para vivir mejor, o incluso solo para vivir. Lo cual puede que sea una contradicción, pero ya no personal, sino social. Y así llego a otra frase que también he escuchado en los últimos días enlazada con la anterior, que, como en España se vive bien, vivir fuera solo tiene desventajas. En fin, tampoco es eso.

Periodista y profesor