La elección de Pablo Casado como presidente del PP fue una jugada muy arriesgada, estando como estaba pendiente de lo que pudiera dar de si (judicialmente hablando) su máster, obtenido merced a un trato favorable que incluyó falsificaciones de documentos públicos. Pero el joven líder de la derecha tradicional salió del envite gracias a un fallo (no menos favorable) del Supremo. Ahora, tal vez piense nuestro protagonista que la fortuna seguirá secundando su audacia, porque apenas iniciada la semana en curso ya se ha metido en dos jardines donde tiene poco que ganar y mucho que perder.

Casado ha entrado en liza cuando peor están las cosas para un PP que ha perdido su absoluta hegemonía en todo el espacio conservador, desde la derecha parafascista al centro timorato. Por primera vez en muchos decenios diferentes organizaciones políticas se lo disputan, en una competencia donde cada vez caben menos florituras. Tal vez por eso (y porque su elección como jefe pepero no fue sino la reacción al shock sufrido tras la moción de censura a Rajoy), el temerario Pablo, tras sucesivas declaraciones de sabor tan añejo como reaccionario, ha decidido ir a Bruselas a torpedear los Presupuestos presentados por el Ejecutivo español. Al tiempo ha abierto fuego sobre la legalización de la eutanasia, tema este ante el cual Albert Rivera (su más directo rival) se ha puesto de perfil para no quedar alineado con lo más integrista y carca del catolicismo militante... y enfrentado al grueso de la opinión pública..

El proyecto presupuestario del Gobierno Sánchez gustará más o menos (no pasa de ser una propuesta tibiamente socialdemócrata), pero pretender sabotearlo en los centros de decisión comunitarios es lo más improcedente que habíamos visto jamás. Si el PP logra su propósito, mal; porque su patriotismo estará en entredicho. Si fracasa, peor; porque encima quedará en evidencia.

Claro que Casado y los suyos tienen algo muy claro: España solo es la suya, y solo es suya cuando la gobiernan a gusto. Por eso apuestan al límite. Todo o nada.