En abril del 2009, cuando trascendieron las conversaciones incriminatorias contra el entonces poderoso concejal de infraestructuras del Ayuntamiento de Zaragoza, Antonio Becerril, ya se puso en evidencia que la causa judicial abierta contra él acabaría muy probablemente con una condena por tráfico de influencias. El descaro con el que el socialista trataba con uno de los cabecillas de la Operación Molinos, en La Muela, acerca de favores mutuos por obras y contratos municipales olía a sentencia por bocazas. Solo un defecto de forma, puesto que las grabaciones con el hoy encarcelado Carmelo Aured fueron captadas por la Policía en el marco de otras investigaciones, le hubiera salvado de la pena.

Lejos de triunfar en su aspiración de anular el procedimiento, como quiso al principio, Becerril ha acabado juzgado en el 2014, y encima por un jurado popular. Sobra decir que en este país no hay ciudadano de bien que absuelva a un político que se jacta por teléfono de su capacidad de trapichear con información y favorecer en la resolución de contratos gracias al puesto de representación que ocupa por delegación de voto de esos mismos ciudadanos de bien. Incluso, como es el caso, aunque esa capacidad sea casi inexistente. La única duda tras conocerse esta semana la leve condena de seis meses de prisión por tráfico de influencias y negociaciones prohibidas es sencilla: ¿Eran necesarios cinco años entre investigación policial, instrucción judicial y vista oral de diez días de duración y 90 testigos con jurado popular para acreditar hechos tan evidentes desde un principio que llegaron a motivar que el alcalde Juan Alberto Belloch lo cesara de inmediato?

El caso Becerril ilustra, no obstante, el giro que se ha producido en los últimos años en España respecto de la percepción de la corrupción en las instituciones. Los ciudadanos no están dispuestos a perdonar ni un exceso de los políticos, por insignificante que sea, a diferencia de los años del dinero fácil, cuando el monte parecía orégano y la gente no se escandalizaba más que por los casos mayúsculos. Porque en realidad no se ha podido demostrar que el exconcejal metiera la mano en la caja o realmente culminara con éxito alguna de las negociaciones prohibidas de las que se jactaba con su amigo Aured. Simplemente abusó de las posibilidades que le daba su cargo, vacilando de que podía ayudar a determinados amigos. Y practicó las peores formas en política, afiliando a jubilados socialistas de su barrio de Garrapinillos para ganar fuerza en las batallas internas del PSOE utilizando un dinero cuya procedencia no supo acreditar bien.

Llegados a este punto, el caso Becerril, como el caso Mallén, que ha inhabilitado al alcalde Antonio Asín por prevaricación, son apenas caza menor del tupido tejido de corrupción que se ha comenzado a desenmarañase en los últimos años. Los ciudadanos, y el propio sistema, merecen que se celebre ya el juicio de otras operaciones más sustanciosas que llevan también mucho tiempo en tramitación. Sirva la Operación Molinos, un lustro en los juzgados, con 45 imputados, y con la principal acusada, la exalcaldesa Mariví Pinilla gravemente enferma y sin abogado. Y ni que decir tiene que asusta pensar el periplo judicial que resta para que se sustancien las causas abiertas en Zaragoza en relación con las obras del polígono Plaza. O los grandes casos nacionales, como la trama Gürtel o la investigación de los Eres en Andalucía.

Ante esta realidad, cabe preguntarse si es suficiente la iniciativa de prohibir por ley que los políticos a los que se haya abierto juicio oral por asuntos de corrupción puedan volver a formar parte de una lista electoral. En muchas ocasiones la apertura de juicio oral puede tardar, como en el caso La Muela, un periodo de tiempo superior a la duración de una legislatura. El anuncio lo realizó esta semana en el Congreso del ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, que también aseguró que el anteproyecto de ley de Enjuiciamiento Criminal también incluirá la obligación de los políticos a declarar como testigos cuando les cite un juez sin disfrutar de la prerrogativa de poder hacerlo por escrito.

En paralelo a las medidas legales que se adopten, convendrá que también los ciudadanos incrementen el reproche a todo tipo de corrupción, no solo la política. En el país de las conductoras sexagenarias en apuros que pierden el control hay otras muchas corruptelas que deben ser definitivamente desterradas. Y la más lesiva es el fraude fiscal, ejercido a gran escala por quien puede, gracias a sus ingresos. Estos días se ha conocido el caso de la artista Ana Torroja, que viene de juzgar a jóvenes talentos hace unos meses en la tele, y confiesa tres delitos fiscales. Millón y medio de euros, pena de cinco meses de prisión que no deberá cumplir, más las sanciones económicas y la regularización de otros tres ejercicios fiscales. ¿No acumula motivos suficientes para meterla en la lista negra de indeseables, al mismo nivel que los políticos que se corrompen?