Nuestras inquietudes, advertencias y prevenciones se han quedado en una cosa de poco más o menos. Al final de todo, el desafío secesionista ha acabado haciendo buena la metáfora monclovita del suflé, a mayor gloria de Rajoy, y ahora solo queda calmarle los nervios al fiscal general, que se ha empeñado en ver una rebelión de tomo y lomo donde solo hubo un teatrillo cuasi infantil (¿o será que el ministerio público sigue con su fobia a los titiriteros?).

Lo que ha roto cualquier vaticinio anterior es que en la pugna entre nacionalistas centrífugos y centrípetos ambos han sido incapaces de hacer política y alcanzar algún compromiso razonable. Han interactuado a mala leche (Moncloa con el Palau y viceversa) ofreciéndose mutuamente ventajas electorales. Han saltado al abismo sin cesar la rebatiña... Y justo entonces, cuando se ha llegado al peor escenario, al choque entre la DUI y el 155, constitucionalistas y secesionistas han reaccionado de la mejor manera posible, con mesura, con temple, con pragmatismo. Si, vale, Puigdemont sigue por ahí en plan peripatético. Pero el conflicto se ha enfriado de manera milagrosa. Eso es lo que nos ha dejado a muchos un tanto perplejos.

¿Existe algún tipo de acuerdo implícito o secreto, que ha permitido dulcificar la intervención por parte del Gobierno central y poner sordina a la absurda proclamación de independencia? ¿O tal vez estamos pura y simplemente ante un triunfo de la razón política frente al sentimentalismo patriótico?

Sea como fuere, la conformidad de todos con la convocatoria electoral del 21-D ha abierto una tranquilizadora tregua. Lo cual podría ser como el chiste del dentista. Llega un aterrado cliente a la consulta del odontólogo. Este le hace sentarse en el sillon, frente a la panoplia de fresas, ganchos, tenazas y demás hierros cromados. Entonces, el paciente, histérico, coge al doctor por los huevos y le dice: No nos vamos a hacer daño... ¡Verdad, amigo!

A la postre, qué sería del PP y C’s sin los indepes y de estos sin la bendita derecha españolista.