Ciertamente, los avances tecnológicos contribuyen a hacernos más agradable y cómoda la vida. Desde comprar a ritmo de clic en el supermercado a explayarnos con el último chisme en las redes sociales o intercambiar fotos e impresiones con nuestros nuevos amigos. Fascinante, ¿verdad? Solo que la fruta en casa difiere un tanto de su apariencia en Internet, sobran los vivales que medran gracias al aplauso atolondrado y el método más rápido y eficaz para ahuyentar a los colegas virtuales pasa por solicitar su ayuda. También la Administración porfía por simplificar y suprimir obstáculos para que la ciudadanía realice sus trámites y gestiones en negociados y dependencias. Apenas es ya necesaria la presencia personal ante ventanillas blindadas por tediosas colas de sufridos contribuyentes; incluso una gran mayoría elabora y entrega su declaración de la renta por vía telemática. ¡Perfecto! Claro, que no a todos llega tan preciada asistencia; no faltan los que, sea por la razón que fuere, y resulta difícil negarles tal derecho, no quieren. Pero aún es más significativo y grave el caso de los que no pueden: aquí encaja un amplio elenco de imposibilidades, desde la carencia de Internet y dispositivos necesarios, a la dificultad de los mayores para familiarizarse con los medios electrónicos e, incluso, para percibir el contenido de una pantalla.

Por supuesto, nada que oponer a la introducción de tan benéficos auxilios telemáticos por parte de la Administración, siempre que el recurso a tan provechosa vía sea voluntario; de transformase en norma exclusiva y obligatoria, cerrándose los caminos tradicionales, muchas personas, en particular ancianos, habrán de recurrir, confiar y depender de ayudas externas y gestores a quienes quizá no puedan sufragar con su exigua pensión. H *Escritora