Leo y, un tanto desconcertada, echo de menos algo de piedad. No debería sorprenderme pero lo hago. Todos los periódicos de hoy incluyen la imagen y las declaraciones del policía que en agosto disparó y mató en Ferguson (Missouri, USA) a un joven negro de 18 años: el caso Brown. El hecho ha vuelto de nuevo a ser noticia después de que un "gran jurado" diera a conocer este lunes que, a su juicio, no hay pruebas suficientes para imputar al homicida. Por supuesto las versiones son contradictorias como suele suceder cuando el número de declaraciones es tan importante (sesenta) y cuando, además, las consecuencias jurídicas y penales de los hechos investigados pueden resultar de gran contundencia. Pero más allá de ello, más allá de que el Departamento de Justicia haya de continuar con su labor de cara a esclarecer las circunstancias y, en su caso, depurar responsabilidades civiles, me llama la atención que el policía tenga, como afirma con gran aplomo, "la conciencia tranquila". Según él, actuó en defensa propia. No opinan lo mismo algunos de los allí presentes. Nosotros no podemos ni debemos erosionar el principio de presunción de inocencia pero tampoco podemos cerrar los ojos a los indicios. A nadie se le escapa que los enfrentamientos raciales son, allí y en otras partes del mundo, mayores y más graves de lo que se reconoce.

Recobran sentido las penetrantes palabras de Camus: "Existe un hecho evidente que parece enteramente moral: un hombre es siempre presa de sus verdades: Una vez que las reconoce no puede apartarse de ellas. No hay más remedio que pagarlas". Después de esas declaraciones la situación es otra, nueva, peor, más grave. La muerte de uno a manos de otro ya no es lo único sucedido, a ello ha de sumarse la falta ya no de arrepentimiento sino de pesar. Debe de haber en algún lugar que desconozco un dispensador de buena conciencia que, eficaz y rápidamente, ayuda a superar con facilidad las situaciones más crueles.

En otra obra diferente ese francés medio español huido de las prisiones de los prejuicios, Camus, dice: "es preciso conocer la noche". La noche a la que se refiere no es, claro está, la que cada día llega cuando la luz se va. La noche que Camus nombra no es un tiempo, sino un ámbito que también conforma nuestra humana condición, que acompaña y matiza la claridad. Ambas: día y noche, sombra y luz entretejidas, a veces solo sugeridas, otras en cambio bien marcadas son nuestra última frontera: nuestra moral. Hubo un tiempo en que aquí, en Occidente, la última frontera era la religión, después cuando el bisturí de la Razón la desplazó de su sitio ese honor fue conferido al Derecho, aún hoy permanecen firmes los reflejos de su efecto y poder. Sin embargo, cada vez más, cada vez antes vemos más claro que esa última frontera siempre fue la moral: la moral en que el hombre se mide con las dificultades y después se juzga a sí mismo. El policía de Ferguson, desde su frontera, se ha juzgado y se ha absuelto. Tengo para mí que no es ni filósofo ni soldado. Hablo de él y no solo hablo de él pues los demás tampoco somos ángeles, si acaso, como mucho, ángeles fríos.

Profesora de Derecho. Universidad de Zaragoza