Desencanto, incredulidad y vergüenza propia y ajena. Estas han sido las primeras palabras que me han venido a la cabeza para responder a una pregunta, cada vez más frecuente en el extranjero, respecto a la opinión generalizada que suscitan los asuntos turbios de la infanta Cristina y, por extensión, de la Casa Real. En sólo unos años ese cuento de hadas que parecía nuestra monarquía, con sus reyes, sus príncipes y princesas, sus palacios, sus magos encantadores y sus largas jornadas de caza, se ha convertido en una trama nada infantil de contratos amañados, intereses espurios y presiones políticas y judiciales. Un final tan inesperado y burdo que a quienes dejamos volar la imaginación de niños, nos queda ahora la amarga sensación del desencanto. Y al mismo tiempo que uno asume que la rana es sólo una rana y ya no cuelan ese tipo de cuentos, la incredulidad va abriendo paso a la vergüenza. Una vergüenza primero pudorosa al descubrir en uno mismo esa inocencia infantil que había permitido hasta hace poco creer, sin un atisbo de crítica, las pasiones y leyendas de estos héroes, que por un lado eran de carne y hueso, como todos nosotros, y que por otro estaban protegidos por la sangre azul heredada de sus ancestros. Pero esa vergüenza se va tornando cada vez más ajena e impropia al comprobar que aquellos en los que hemos depositado nuestra confianza de adultos, convirtiéndoles así en una pieza fundamental de nuestra historia, siguen tratándonos a todos pese al paso de los años, las décadas y los siglos, como menores de edad, añadiendo incluso a las virtudes heróicas y a las bondades reales de ese relato fantástico, conspiraciones maléficas contra ellos.

Periodista y profesor