A raíz de la escalofriante tragedia de Barcelona con las dos jóvenes policías vejadas sexualmente y asesinadas, se alzan voces, no todas siempre con la mejor intención, que claman contra la ineficacia de los poderes públicos por permitir que un sujeto que, según los indicios que conocemos hasta ahora, se encontraba disfrutando de un permiso carcelario durante el cumplimiento de una condena, precisamente, por delitos sexuales. Eso llama la atención y produce una seria alarma.

Esa alarma ciudadana está justificada, pero no el azuzar el miedo de la población. Y es aún menos razonable magnificar en caliente lo que puede ser un error, en lugar de analizar y reflexionar sobre este tipo de problemas y en el sistema penitenciario en general.

Como no es infrecuente en nuestro país las decisiones legales van por delante de los medios materiales, personales, instrumentales y técnicos para llevarlas fielmente a cabo. Es un conquista irrenunciable para todos que las penas tiendan a la resocialización. La cuestión estriba en saber si para obtener dicho fin, manteniendo en un equilibrio aceptable la ecuación libertad/seguridad, disponemos de los medios efectivos necesarios.

PARA EMPEZAR estamos faltos en España de una auténtica política de ejecución penal, que es mucho más que la política penitenciaria. Normativa y presupuestariamente aún no se ha superado el esfuerzo que se hizo durante la transición, hace 25 años ya, que culminó con la ley general penitenciaria. Desde entonces se ha seguido una política de parcheos legislativos y de racanería material que sólo permite ir trampeando y supliendo carencias evidentes con buena voluntad por parte de funcionarios, instituciones colaboradoras y muchos internos.

A diferencia de las dos primeras etapas del sistema penal, la legislativa y la procesal-judicial, que miran mayormente al pasado, esto es, al hecho cometido que merece un castigo, la tercera etapa, la de la ejecución de la pena, mira en lo esencial a procurar la resocialización del condenado. En esta esfera, más que la gravedad del hecho, lo decisivo es la personalidad del penado, la predisposición que demuestre para vivir en el futuro apartado del delito y el pronóstico de que ello vaya a ser así. Y es en esta fase donde el sistema puede fallar con dos tipos de delincuentes: los delincuentes por convicción --los terroristas, por ejemplo-- y los delincuentes de tendencia (pasionales, en serie, sexuales...).

Tales delincuentes muestran una configuración especial de su personalidad que les hace poco susceptibles a una modificación socialmente no negativa de su comportamiento. No quiere decir que existan por definición delincuentes incorregibles, pero la experiencia demuestra es que sí existen, cuando menos, convictos que persisten en su antisocial modo de entender la convivencia.

Esto es algo sabido y no de hoy, por cierto. Por ello, el sistema penitenciario se arbitra en cuatro grados. El primero, reservado a los casos más graves, es de firme confinamiento en el establecimiento. El segundo permite llevar al preso una vida menos rígida y, si su pronóstico reinserción se presenta favorable, pasado el tiempo puede gozar de algún permiso de salida, que debe ser debidamente controlado. El tercer grado le permite hacer una vida cada vez más en el exterior de los muros penitenciarios, volviendo a éstos, por ejemplo, sólo para pernoctar. El cuarto grado, en fin, es el que se cumple ya en libertad condicional, sin tener que reintegrarse a la prisión. Salvo para alcanzar éste último, para lo que se necesita por regla general haber cumplido tres cuartas partes de la condena, la progresión --o, en su caso, regresión-- en grados es flexible y depende del estudio individualizado de cada interno, que puede recurrir las decisiones administrativas ante el juez de vigilancia de turno.

Y AHI ESTAel quid de la cuestión: ¿cómo se hace esa evaluación individualizada de cada preso, de su personalidad, de sus circunstancias, de su realidad actual, de su entorno, de las posibilidades reales de reinserción, factores que dependen a su vez del entorno familiar, vecinal y social, de su nivel educativo y de su capacidad de inserción laboral, si encuentra empleo, por ejemplo? Las juntas de tratamiento afrontan su labor con pocos medios propios y menos aún para facilitar la necesaria inserción personal, familiar, social y laboral del sujeto. Y en ocasiones, los mecanismos de inserción se utilizan como premios o como simple alivio de la presión de la vida carcelaria, desvirtuándolos.

En este contexto, la sociedad tiene derecho a preguntarse, si cuando son excarcelados parcialmente, vía permisos o vía tercer grado, sujetos que han acreditado una especial agresividad, se han tomado las medidas necesarias, empezando por acordar la excarcelación misma. No vale que la Administración penitenciaria se escude en que, por imponerlo la ley, los permisos que exceden las 48 horas deban ser visados por el juez competente; éste carece de medios para revisar tales acuerdos, que se ratifican si el fiscal no se opone. La falta de medios y la sobrecarga de trabajo para el juez y el fiscal sólo supone una razonable exoneración.

Este es un debate permanentemente abierto que no admite soluciones simplistas y efectistas ni menos aún populistas o autoritarias al estilo de garrotazo y tentetieso. Procede el estudio permanente y aportar soluciones flexibles, soluciones que en algún caso podrán ser dolorosas.

Si se confirma la autoría de los crímenes de Bellvitge, será necesario determinar porqué estaba en libertad su presunto autor, con qué criterios gozaba de permiso y como llegó a tal acuerdo el equipo que lo acordó. Pero, de existir algún fallo concreto, ello no habilita a la restricción o destrucción del actual sistema, sino, antes al contrario, fortalecerlo y poner en marcha por fin una auténtica política de ejecución de penas. No habrá que escatimar medios; aquí la excusa de echar las culpas a Bruselas no vale y, como ya he señalado, la quimera del déficit cero no llega ni a coartada ante problemas como este. *Catedrático de Derecho Penal