La amenaza de una pandemia está promoviendo una desorbitada respuesta emocional, que quizá pueda tildarse de exagerada desde una perspectiva global, pero, a la vez, se hace muy comprensible desde un punto de vista individualizado. El miedo es libre y cada cual ha de coger la cuota que estime oportuna en función de sus circunstancias; al otro lado están los profesionales de la salud, estos sí obligados a tomar medidas preventivas que les preserven del contagio, ya que la salud colectiva depende de la de ellos.

Por lo demás, la vocación, ese sentido fundamental que ampara el buen hacer en toda actividad humanitaria y juega un papel esencial en cualquier profesión, lo hace tanto más en el área de la salud, donde tan importante es transmitir confianza, punto clave en toda terapia y en una sanidad eficiente, incluso en mayor grado que el propio tratamiento medicamentoso. Hace algunas décadas no era extraña la figura del médico rural recorriendo a caballo en medio de la noche la distancia que le separaba de un enfermo para transmitirle, sobre todo, su aliento vivificador, llegando, incluso, a contribuir con una parte de su exiguo salario al pago del tratamiento. Hoy todo ha cambiado, pero lo que nunca debe desaparecer es el sentido humanista de la medicina y la proximidad con el paciente, lo que se hace notar en escenarios tan particulares como el que protagoniza el coronavirus, el cual se está mostrando como un agente de extremo vigor a la hora de poner de relieve lo mejor y lo peor del ser humano. Como en toda circunstancia excepcional, brilla el egoísmo casi tanto como la solidaridad, mientras que los actos de mezquindad y vileza intentarán eclipsar a los de entrega generosa.

Vamos a ver mucho, demasiado, en los próximos días. ¡Que nada nos nuble la prudencia y una mínima cordura!

*Escritora