La fama tiene un precio, que se empieza a pagar con el esfuerzo preciso para alcanzarla. Una vez arriba, en la cúspide, el rédito de la gloria es grandioso, tanto mayor cuanto más importante es también la popularidad, pues la notoriedad se mide en aplausos que el público, generoso, brinda con un entusiasmo sin límites. Escenarios y estadios son un marco idóneo para crear mitos y celebridades, pero no son los únicos caminos; la clave reside en un triunfo necesariamente efímero, que no tarda en desvanecerse para no dejar sino un pequeño rastro en el recuerdo de los más afines. Entonces, aquellos antaño celebrados protagonistas de la vida pública inician el sombrío sendero hacia los abismos del olvido. Se apagan las luces que presumían de imperecederas; cesan las entrevistas, nadie les solicita ya autógrafos ni vuelven la cabeza al cruzarse con ellos por la calle. Comienza una existencia sin pena ni gloria, que en nada se diferencia de la común del resto de los mortales nunca señalados por el éxito.

Ese es el precio menos acreditado de la fama. La rueda de la fortuna es ingrata: aunque ayer abrió de par en par una puerta resplandeciente, hoy es la depresión lo que aguarda al otro lado, presta para cebarse incluso con aquellos que ni siquiera buscaron un triunfo que les sonrió sin pretenderlo, aupados a la fama a su pesar. Bajar del pedestal es como descender a un infierno dantesco; supone una cruel prueba para la que muy pocos están preparados. Indiferencia y desmemoria entrañan soledad, que solo la familia y los amigos más íntimos pueden soslayar, que únicamente quienes eligen un retiro de forma voluntaria pueden soportar. Cuando solo queda una difusa leyenda de un pasado, ya increíblemente alejado, el mañana se tiñe de negro.

*Escritora