Cuando hablar es mentir, mejor mirar desde arriba. Se me ocurre esta idea y con ella no me refiero a mirar desde arriba como referencia a una supuesta atalaya de elevación sino, como recomienda la conocida frase, a mirar desde los «hombros de gigantes». Que no estamos a salvo de incurrir en errores provocados por mentiras ajenas es un hecho que a nadie se le escapa, pero que las mentiras no son exclusivas del ámbito personal sino que también pueden formar parte de un entramado público y colectivo es algo que no siempre se detecta a simple vista, e incluso diría más, es algo que en ocasiones no llega a ser detectado y ahondando en las posibilidades también puede ocurrir que tal red sistemática y coordinada de engaños se asuma como parte de una estrategia cuyo fin último bien merece la adopción de las tácticas que resulten necesarias por deleznables que inicialmente pudieran parecer. Sí, me refiero a lo que está sucediendo en Cataluña y para cuya comprensión no encuentro nada más apropiado que asomarme desde los hombros de algunos gigantes, tres, para mirar y ver mejor.

A finales del siglo XVIII Federico II el Grande, rey de Prusia, promovió un concurso en el que las contribuciones habían de versar sobre la utilidad de engañar al pueblo, tema que ya venía siendo en la época del despotismo ilustrado objeto de sesudas y encendidas reflexiones. Condorcet, el reconocido pensador francés, escribió una disertación que aunque no llegó a presentar tuvo gran repercusión. El compromiso de Condorcet con la verdad política quedó fuera de toda duda lo cual no fue en su momento una cuestión menor habida cuenta de que entonces, como ahora, la más alabada virtud recaía sobre la eficacia. Así, a su juicio «el beneficio general de un ser humano, de una nación, de un grupo de hombres, consiste en conocer la verdad acerca de los objetos generales de la sociedad cualquiera que sea dicha verdad». Casi de manera simultánea Goethe, haciendo gala de una lucidez no exenta de ironía, decía confiando en la rima: «¿Debe engañarse a un pueblo? Desde luego que no. Más si le echas mentiras, mientras más gordas fueren, resultarán mejor». A la luz de los acontecimientos que en los últimos tiempos nos acompañan desde Cataluña no parece que Goethe andase errado, casi seguro que tuvo ocasión de tener noticia de ejemplos asimilables a los que, lamentablemente, nosotros estamos conociendo. Pero junto al daño y la condena que la mentira orquestada provoca creo que conviene, además de mirar desde arriba, mirar hacia atrás pues tal vez no siempre se hizo lo debido cuando, llevados por los cálculos electorales del corto plazo, algunos gobernantes, con diferentes siglas, miraban hacia otro lado mientras se difundían y germinaban las mentiras que hoy nos han traído hasta aquí.

Y termino volviendo a otro gigante para el que me remonto aún más atrás pues recuerdo las certeras palabras de Locke, nada sospechoso de autoritario o totalitario, quien con conocimiento de causa afirmaba: «Donde no hay ley no hay libertad. Pues la libertad ha de ser el estar libre de las restricciones y la violencia de otros, lo cual no puede existir si no hay ley; y no es, como se nos dice, una libertad para que todo hombre haga lo que quiera. Pues ¿quién pudiera estar libre al estar dominado por los caprichos de todos los demás?» Tengo por buena y asumo su conclusión plenamente aplicable en el presente en cualquier lugar verdaderamente democrático: «Allí donde termina la ley, empieza la tiranía».

*Filosofía del Derecho. Univ. de Zaragoza