Vivimos tiempos de zozobra e incertidumbre, pero también de ilusión y esperanza. Ahora que la amenaza sanitaria nos concede una tregua y la conmoción económica se dibuja como el desafío más inmediato, es muy confortador oír en boca de la representación de los trabajadores que sostener a las empresas es primordial y motivo para renunciar por el momento a reivindicaciones que habrán de posponerse, en tanto que a su vez los empresarios prometen hacer todo lo posible para mantener los puestos de trabajo, además de invertir lo necesario para garantizar la seguridad de empleados y clientes. Es muy tranquilizador observar cómo unos y otros intentan calzar los zapatos ajenos, ponerse en el lugar del contrincante y buscar acuerdos razonables, evitando el uso de improperios y acusaciones mutuas, sin por ello renunciar a la crítica constructiva. Todos habrán de ceder en parte a sus demandas, reconociendo que el trabajador necesita su empleo tanto como el empresario a sus asalariados; que todos ellos no son nada sin los otros y ninguno tiene derecho a imponer su voluntad partidista al resto.

¿Que no todos piensan así? Por suerte, son los menos, como también lo han sido las conductas irresponsables durante el confinamiento más estricto, silenciadas por el estruendo de una ciudadanía ejemplar en el cumplimiento de sus obligaciones y el de los trabajadores de los servicios esenciales que han hecho gala de una entrega generosa, con la seguridad de que seguirán haciendo todo lo que esté en su mano en pro del bien común. Por eso, cobra tanto sentido el aplauso vespertino en reconocimiento de la labor de tanto héroe anónimo, a la vez que de balcón a balcón, se intercambian ánimos y felicitaciones. La erradicación del coronavirus es, sobre todo, una cuestión de confianza. En la gente y en el futuro.

*Escritora