En el "resumen ejecutivo" del programa de estabilidad recién enviado a Bruselas, el Gobierno español lo define como "un documento esencial de diseño de la política fiscal en el corto, medio y largo plazo, y de coordinación de las políticas económicas en la UE". En otras palabras, estos planes, impuestos, tutelados y luego monitorizados por la Comisión Europea, comprometen más a los gobiernos de los países deficitarios --y afectan más, por tanto, a sus ciudadanos-- que los Presupuestos del Estado, que vienen determinados por aquellos. En perfecta coherencia con sus muy democráticos usos y costumbres, el Ejecutivo del PP ha vuelto a remitir su plan de estabilidad a Bruselas sin dar cuenta del mismo a los españoles. Si eso fuera mucho pedir, habría bastado con que, en un acto de respeto a la soberanía nacional, el texto se debatiera y votara en el Congreso antes de llegar a Bruselas. Al fin y al cabo, a los diputados los elegimos para que discutan las reformas que nos conciernen. Y a los comisarios europeos, no. A quienes les resulte exótica la idea de que, ya aprobado por el Consejo de Ministros, el programa de estabilidad español sea discutido y validado por el poder legislativo, habrá que recordarles que otras (y mejores) democracias son posibles. El martes, el primer ministro francés, Manuel Valls, presentó el suyo ante la Asamblea Nacional francesa. Donde, por cierto, cosechó la crítica abstención de 41 correligionarios, riesgo que la férrea partitocracia española tiene conjurado. A Valls no le tembló la voz al admitir que los franceses han vivido "por encima de sus posibilidades". ¿Acaso hubiera titubeado Mariano Rajoy a la hora de reconocer que la tasa de paro no bajará de un intolerable 20% hasta el 2017? Periodista