Faltan todavía dos meses para que se celebren las elecciones legislativas y ya sabemos algo esencial acerca del resultado de los comicios: la gente votará sin saber muy bien qué vota porque no habrá debate entre quienes aspiran a ocupar la presidencia del Gobierno. Semejante dislate sólo pasa en España. En ningún otro país democrático se atreverían a hurtar a la ciudadanía algo tan esencial como el contraste de los programas electorales en boca de los principales candidatos.

Escribí hace unos días que la elección de Gabriel Elorriaga como jefe de campaña había sido un acierto de Mariano Rajoy. A la vista está que aquel juicio fue precipitado pues ha trascendido que el señor Elorriaga (basándose en un argumento bastante marrullero) no es partidario de que su jefe se enfrente en la televisión con los demás candidatos.

Las encuestas dan ventaja sobrada al PP sobre el PSOE. Esa circunstancia, al parecer, es la que aconseja a los estrategas del PP jugar amarrado. Más conservadores, si cabe. Puede que en términos de partido tal idea tenga sentido pero a mi juicio, no lo tiene en clave de principios democráticos. Es una posición incompatible con el talante centrista que proclaman y, se compadece mal con la esencia misma de la política que en contra de lo que opinan algunos políticos no es la conquista del poder sino el servicio al pueblo, a los intereses generales de los ciudadanos. Tengo para mí que el mejor retrato que el candidato Rajoy puede hacer de sí mismo como demócrata es cambiarle el paso a su jefe de campaña anunciando que está dispuesto a debatir con cuantos aspiran a presidir el Gobierno de España. Debe hacerlo porque en democracia las formas adquieren un relieve simbólico determinante.