En cualquier faceta de la vida la imparcialidad y la objetividad absoluta no existen, y mucho menos en política, donde cada cual defiende lo suyo con argumentos contradictorios.

Observar la realidad desde un solo punto del vista, el propio, por supuesto, es inherente a la condición humana. Lo hacen los miembros de la casta política, cuando afrontan los problemas de la sociedad desde su excluyente óptica; lo hacen los historiadores, cuando relatan el pasado desde una perspectiva nacionalista; lo hacen los periodistas, cuando analizan la sociedad desde el sesgo de su observatorio; y lo hacemos todos, cuando olvidamos que, además de la nuestra, que es la buena, por supuesto, existen otras razones.

Es desalentador ver cómo se justifica lo injustificable, no en aras de la lógica, sino en función del oportunismo. Los ejemplos son abrumadores en todas partes.

Los del PSOE argumentan que es decente que el ministro de Sanidad sea, a la vez y de modo compatible, candidato a la presidencia de la Generalitat de Cataluña; los de Podemos e IU colocan, sin el menor rubor, a algunos de los suyos en consejos de Administración de empresas energéticas; los del PP aplican políticas privatizadoras y bajadas de impuestos en Madrid, pero exigen más recursos públicos al Gobierno de la nación; los de Ciudadanos defienden las primarias como método democrático para elegir a sus candidatos, pero cuando la elegida no es del gusto del aparato, se nombra a uno más afín y a otra cosa; y los de Vox, que abogaban por eliminar las subvenciones a los partidos políticos y acabar con los chiringuitos de asesores y demás mamandurrias, se aprovechan cuanto pueden de ello.

Esta semana la parcialidad de la casta ha llegado ya a límites asombrosos con dos temas bien distintos. En la subida del recibo de la luz, la ministra de Hacienda ha mentido sin pestañear al afirmar que el IVA de esa factura lo fijaba Europa, lo que, como en el caso del IVA de las mascarillas, no es cierto (y ahí sigue ella, tan pinturera). Y en cuanto a los daños causados por la nevada en la ciudad de Madrid, al principio se evaluaron en 25 millones de euros, y cuatro días después, sin otro criterio que «el ojo del buen cubero» y sin aportar informe alguno de ningún experto, el señor alcalde de la capital los elevaba ya a 1.389 millones de euros, así, como quien no quiere la cosa. Los conmilitones de la ministra y los del alcalde han aplaudido semejantes trolas, y los palmeros de las tertulias justifican cada uno al suyo. Y así casi todo.