Viendo una foto de tres presidentes de Gobierno europeos, uno de ellos el español, dándose las manos regocijadamente para celebrar "la vuelta de España al corazón de Europa", me preguntaba entre confuso y perplejo cuándo nos fuimos de ella y si el tal corazón sería propiedad de Schoeder y Chirac y no de Europa entera.

Preocupa que esos líderes u otros, se entreguen con tanta profusión al juego de las alianzas que puede representar lo contrario de lo que la EU necesita, para no repetir la historia de las Ententes Cordiales, del Eje italo-germano y casi ayer de la reunión de las Azores entre USA, Gran Bretaña y España; Todo eso es lo contrario de lo que la EU representa. No me fío de los políticos que se ríen tanto; parecen anunciar que esta vez también conseguirán engañarnos.

El desacuerdo es una de las maldiciones que el ser humano soporta más a gusto; hay algo en el desencuentro con otros que nos atrae irresistiblemente y aunque bien se dijo que de la discusión sale la luz, es evidente que esa regla general tiene muchas excepciones. Contemplando la riente fotografía que prodigó la prensa, recordé lo que se preguntaba Unamuno a propósito de un acto en honor de cierto famoso: "Ese homenaje ¿contra quién irá?"

Pongamos algún ejemplo de lo que quiero decir: ¿Saldrá la luz de los interminables debates parlamentarios sobre el 11M?; ¿aceptará alguna de las partes concernidas, que la luz que salga no le dé la razón? y en fin ¿podría dársela a todos? Moraleja: de las discusiones también salen las confusiones y el ánimo empecinado de no soportar más razón que la propia.

Hay quienes se lo pasan bien en esos debates, participando en ellos o escuchándolos. Más vale buen humor que destemplanza, pero otros muchos no comprenden bien qué puede divertir en semejantes batallas. Casi nunca merecen la pena cuando en vez de ir al grano de los asuntos, estos se personalizan peyorativamente, procurando arremeter contra el contrario sin importar en absoluto ni el interés común del que se tratara.

La nimiedad o la importancia del asunto tampoco suele ser lo decisivo; lo decisivo consiste en la predisposición que mostremos y por tanto, el fin que persigamos y el precio que paguemos para conseguirlo. Si saneáramos las propias intenciones e intereses, ambiciosa tarea lo reconozco, nuestros debates (los públicos y hasta los conyugales) resultarían más hacederos en provecho del común al que todos queremos tanto. Pero nos pueden otras inclinaciones y ello se traduce en la omisión de la cortesía más elemental y en la subordinación de lo que se discute a la subjetividad que suele dominarnos y de la que no abdicamos. Más ejemplos: ¿habrá alguna ley que imponga una alianza entre Occidente y el Islam? Pues solo la ley del amor pero dicen que está derogada.

Ninguna ley sirve de mucho a falta de voluntad; tampoco ninguna permite una sola interpretación. De ahí que de esas actitudes dependa que resulte cualquier cosa menos la conveniente, que no se haga nada, que se cumpla perennemente la ley del más fuerte, que se remita al futuro lo que no nos atrevemos a resolver hoy y que tampoco resolveremos mañana. Puede suceder eso o pueden suceder cosas peores y casi nunca la conciliación necesaria a fuerza de ceder unos y otros, ardua tarea, sin duda. Es ocioso suponer que el remedio consista lisa y llanamente en "aplicar la ley", echándole la culpa entera a los juristas aunque alguna bien que tenemos, pero sin exagerar. Recuérdese aquello que sucedía en cierto episodio de Tirant lo Blanc cuando a la hora de incorporarse a la cabalgata del rey de Inglaterra, según protocolo, todo iba como la seda hasta que llegó el turno de los oficios y cada uno de ellos pretendió ser el primero y disgustados los oficios concernidos, acabaron pagándola con los juristas que intervinieron en el correspondiente pleito; algo parecido a lo de la justicia de Almudevar en la novela de Pedro Saputo y en la que fue la víctima un carpintero porque había dos más en el pueblo aunque la culpa la tenía un herrero, pero era el el único que había y lo necesitaban mucho.

En el relato de Tirant, el rey, ¡leñe con el monarca!, decidió ahorcar a los juristas dejando dos de muestra y eso con la obligación de fallar toda causa dentro de diez o quince días que también sería para morirse. Aunque alguno ya tenemos, no está en la ley ni en el legista el remedio de todas las controversias; está mejor en la predisposición de los corazones antes incluso que en la cabeza, pero los empleamos poco.

El pueblo llano puede ser la víctima de tanta palabrería y parlamentarismo inútil.