Cuentan los vecinos que los alaridos de la niña eran desgarradores, que una noche sí y otra también la oían gritar «mamá, no me pegues más». Lo cuentan a los periodistas pero, quiero creer, que también lo contaron a los Servicios Sociales del Ayuntamiento de Zaragoza, puesto que estaban redactando un estudio sobre los riesgos que corría la pequeña S. de cuatro años. Esta vez le dieron una paliza de muerte, y si la pequeñina sobrevive a los graves daños físicos, neurológicos y psicológicos, será porque el equipo del 061 y los cirujanos del Infantil no le fallaron. Los únicos, porque los demás le han fallado todos. Hay muchas preguntas y ninguna respuesta, ya que las instituciones que tenían que proteger a la niña de una madre con un grave trastorno de personalidad, a la que hace ocho años ya le quitaron la custodia de otros dos hijos, callan, eso dicen, para proteger a la víctima. ¿De quién hay que protegerla ahora? Ya disculparán los aludidos, pero es que me salen los instintos más bestias ante este caso. Me pregunto, si los vecinos, da igual si son okupas, están en situación irregular o van drogados al punto de la mañana, podían dormir oyendo los alaridos de la niña, ¿cuántos chiquillos pueden estar tan desamparados como ella? Hay menores que tienen en su familia a sus principales enemigos, hay familias obligadas a convivir con menores que son diabólicos o están trastornados, y hay fiscales que repiten como un mantra que donde mejor están estos menores es, precisamente, con su familia. ¿Para qué, entonces, tanto protocolo sobre protección familiar? H *Periodista