Me permito recordar que la mala estrella de José María Aznar no comenzó a elevarse en el firmamento el día en que los blindados de la coalición hicieron su entrada en Bagdad. Comenzó cuando, mal aconsejado, decidió celebrar la boda de su hija en el Escorial.

El enlace entre la primogénita del presidente del Gobierno y el vástago del multimillonario fue, por su boato, ornato y pompa, lo más parecido posible a un enlace principesco. El dato no nos pasó desapercibido a muchos españoles.

Este es un país al que le gusta sentirse orgulloso de sus gobernantes y que está naturalmente dispuesto a participar en sus alegrías y sus penas. Pero dentro de un orden. El pueblo, que paga esta boda y todo lo demás con sus impuestos, no es tonto. Sucumbirá durante unas semanas al empalago rosa del enlace de Don Felipe y Letizia Ortiz. Pero después puede ponerse bastante borde ante determinadas actitudes, si considera que están faltas de sensibilidad o cargadas de anacronismo.

El heredero de la Corona y su futura mujer deben ser muy conscientes de la extraordinaria visibilidad social que adquieren a partir de ahora. De cómo van a estudiarse con lupa en el futuro sus gestos y actitudes, de cómo van a convertirse, les guste o no, en administradores del futuro la monarquía española. Una institución que siempre está en permanente plebiscito popular. Que exige sensibilidad, tacto, profesionalidad y buen hacer.

Antes, durante y, sobre todo, después de la boda.

*Periodista