“Reyes Magos que del Oriente venís por ellas, no busquéis estrellas ya, porque donde el Sol está, no tienen luz las estrellas”. («Pastores de Belén, prosas y versos divinos»; Lope de Vega, 1612).

Qué mejor día que el de la Epifanía (aparición, o manifestación) para cerrar -¿o mejor convendría decir abrir?- el ciclo de la Navidad. Los Reyes Magos (así llamados por su gran conocimiento de las ciencias) de Oriente llegaron ya, llenando de alegría el corazón de los niños, a quienes dejaron sus regalos junto al belén o el árbol de Navidad.

Sin embrago, pasamos por alto que los Reyes Magos también a las personas mayores nos dejan siempre un regalo único e imperecedero: el de la felicidad expresada en las sonrisas ilusionadas de la infancia -el futuro de la Humanidad- preludio de un futuro mejor al que avanzamos con confianza.

Los Magos de Oriente siguieron la estrella que les indicaba el camino que habían de seguir en busca de la verdad. Y la encontraron en la sencillez e inocencia de un niño recién nacido, acostado sobre un lecho de heno en el interior de un humilde pesebre en el que las ventanas eran pedazos de hielo, y las paredes el frío manto de nieve edificado por los vientos. Y sin embargo ningún rey pudo ni podrá nunca igualarlo en

riqueza, pues habitaba y habita en su propio ser.

La Epifanía es la manifestación de que la belleza del ser y el de la Creación se encuentran en la sencillez, y de ahí el sentido de la humillación de la Divinidad naciendo como niño y como tal criado. El significado profundo de la Navidad es que, formando parte -por nuestro propio nacimiento- de la Divinidad, las personas somos seres sagrados, constituyendo un fin en nosotros mismos; somos como columnas de

un proyecto común, coronadas por hermosos y únicos capiteles expresando cada uno de ellos una propia, única e irrepetible personalidad. Somos, en suma, regalos para los demás en nosotros mismos.

Venimos al mundo gracias al inmenso regalo de la vida cuya esencia -ánima- es la belleza que acompaña a cuantas criaturas habitan la tierra. Por lo tanto cada ser es en sí mismo una adornada letra capitular con la que diariamente, cada uno de nosotros elaboramos las frases que conforman las páginas del gran libro común que la Humanidad comenzó a escribir hace miles de años. Y si fuéramos conscientes de ello,

seguro que cada cual trataríamos de aportar nuestra mejor caligrafía, no por perseguir el halago y el reconocimiento de los demás, sino porque sería la expresión de nuestro crecimiento y desarrollo como personas en busca del bien común, es decir, cooperadoras de la verdad.

La consciencia de este pensamiento será entonces para nosotros como la estrella que guió a los Reyes Magos hasta el portal de Belén. Ellos regalaron oro, incienso y mirra al Niño Jesús, pero recibieron de Él un regaló mucho mayor: el del amor y el de la verdad. Y ahí es donde reside la sabiduría de los verdaderos Magos, tan alejada de quienes con más énfasis y soberbia se la arrogan. Regalo que los niños nos dan todos los días a los mayores. Con suma claridad lo dijo Jesús: “En verdad os digo que si no os volvéis y hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”.