Soy hija del baby-boom, de la emigración interior de unos padres que salieron del mundo rural con el proceso de industrialización de los cincuenta, criada en un bloque de pisos con unas relaciones de vecindad más próximas a la de una familia. Pertenezco a la media de la media de esa sociedad que salía del franquismo, que no celebró nada el día de la muerte del dictador pero que pasó en vela la noche del 23-F, que votó a UCD cuando ganaba y al PSOE cuando arrasó en 1982.

Soy hija de una sociedad que solo nos empujaba a mirar hacia delante, a estudiar para conseguir un nivel de instrucción vetado a nuestros padres, a participar en el nuevo país que nos estaban construyendo, hasta nos daban voz en los consejos escolares, o en correr por alcanzar la modernidad que nos asimilara al resto de Europa, sobre todo en el ocio. Creyendo que empezábamos de cero, con la arrogancia que da la juventud, en ese momento aumentada por el mutismo sobre la posguerra y la represión.

Ni en Primaria, ni en el instituto, con ningún profesor, conseguimos pasar más allá de la guerra civil, o cómo mucho, había una elipsis de 30 años que nos colocaba de nuevo en el milagro económico del desarrollismo de los sesenta. En mi casa no se hablaba de la guerra, más allá de ideas comunes sobre el horror del enfrentamiento o los crímenes realizados en los dos bandos. Recogíamos conceptos difusos sobre los maquis, los barracones de trabajos forzados, pero sin un hilo conductor con el que pudieras construir el pasado reciente. Eso sí, los viernes mi padre veía La Clave con devoción, esperando encontrar en los debates la respuesta a las reglas y a la estabilidad de esta nueva época, en la que por fin se sentía partícipe.

La generación de mis padres nos ocultó con inmensa dignidad el sufrimiento que les tocó vivir, solo se hablaba de futuro y del empuje por llevarnos a la normalidad democrática. Aunque eso les supusiera el silencio y el olvido público de sus antecesores. Mi abuelo materno fue uno del medio millón de españoles que cruzó la frontera con Francia en 1939, huyendo del delito de ser leal al gobierno legítimo de la 2ª República, dejando en España a tres hijas y una mujer, que murió al poco tiempo de ese exilio. Pudo regresar con los años por medio de no sé que intermediación para hacerse cargo de sus hijas pequeñas. Ochenta años después parece, por fin, el momento de reconstruir y rendir homenaje a la diáspora republicana, entre la que estaba, como tantos, mi abuelo.