El insomnio de una vecina valenciana, sometida cotidianamente a la tortura del ruido, tendrá por fin su desagravio en forma de indemnización concedida por los tribunales europeos. Se trata de una sentencia todavía poco habitual en la guerra contra los decibelios que, de momento, dominan libremente los espacios urbanos.

Durante los días pasados, el viento removía en nuestras calles un vasto catálogo de residuos, zarandeados de esquina en esquina hasta terminar posados dulcemente en los rincones en calma, donde compartían el pavimento con una amplia variedad de excrementos (por fortuna más estables desde el punto de vista aerodinámico). Caminamos, sí, sobre inmundicias, en el sentido más real de la expresión, pero el suelo que encubre la basura se cotiza a un precio que no tiene desperdicio. Mientras el campo se despuebla, porfiamos en reproducir sobre el asfalto las idílicas condiciones que atribuimos a la vida rural. Nos hacinamos soportando con estoicismo toda clase de obstáculos, unos impuestos mayúsculos y un aire contaminado, del que ansiamos huir cada fin de semana. ¿Qué tiene la urbe que tanto nos atrae?

*Escritora