«Antes de subir, dime por qué escribes Dios con minúscula», le dijo Ramón Gómez de la Serna a Juan Ramón Jiménez cuando fue a visitarlo a Buenos Aires. La frase recuerda algunas polémicas recientes en Estados Unidos, donde, según la ortodoxia woke, la palabra nigger no se puede utilizar de manera metalingüística: tiene una carga racista tan profunda que no se puede emplear ni para decir que alguien la usó. Haberla empleado de manera metalingüística hace años ha servido como argumento para despedir a un reportero del New York Times. No importa la intención: lo que cuenta es que alguien se sienta ofendido. La idea es aterradora y el concepto de una palabra con esas propiedades mágicas resulta fascinante por su carácter primitivo: para explicarla, algunos hablan de religiones ancestrales y otros de Harry Potter. Ese tabú puede compararse con un tótem local: el de quienes insisten en que, al hablar en castellano, los topónimos se pronuncien en gallego, catalán o euskera, como si mágicamente solo existieran en esa lengua. Ahí la totemización es una herramienta contra el castellano: los topónimos del castellano sí se traducen a los otros idiomas y los únicos que deben renunciar al topónimo de su lengua son castellanoparlantes, no los usuarios de otras lenguas españolas o extranjeras.

La ideología de la diversidad es un mecanismo de exclusión. Sus marcas nos distinguen y sus argumentos justifican el recambio de élites. Uno de los ejemplos más claros de la lógica perversa es el de los angloparlantes progresistas, contrarios al colonialismo, que dicen que los hablantes de otras lenguas debían evitar pronunciar palabras que suenan de manera parecida a términos racistas en inglés. Otro lo hemos visto cuando la escritora Marieke Lucas Rijneveld renunció a traducir a Amanda Gorwan, que leyó un poema en la inauguración de Biden, después de que hubiera quejas porque no era negra. Al parecer, a una poeta negra solo puede traducirla otra poeta negra, con ideas y edad similares. El planteamiento, profundamente racista, acabaría con la idea de traducción. Una aplicación rigurosa decretaría que solo la autora pudiera traducir su texto y solo a su misma lengua: todo hombre es una isla y nada más que eso. Es un error ceder ante los supersticiosos dogmáticos que, al rechazar la idea de transmisión, niegan la existencia de una humanidad común: ese elemento que compartimos todos y se expande cuando imaginamos la experiencia de los demás.