Por fin, después de estar intentándolo a lo largo de años, legislaturas, crisis y pandemias, los dos principales partidos del arco parlamentario español han conseguido cargarse el bipartidismo. Todavía hay esperanza, se me replicará, porque ayer PSOE y PP sacaron adelante en el Congreso una iniciativa conjunta para apoyar la «nueva normalidad», pero mucho me temo que esta anecdótica y ocasional confluencia, más que un pacto de Estado de altura y enfocado a salvar el país de su penosa situación, no deje de ser una declaración de intenciones de cara a la galería. Por desgracia, la estrategia de permanente confrontación poder—oposición es un clásico en España. Nada que ver con los ejemplos de otros países como Alemania, Portugal o Uruguay, donde los principales partidos han hecho frente unidos al covid—19, como en el pasado reciente opusieron un frente común a las crisis del capitalismo global y como en el futuro inmediato seguirán haciendo primar el interés general sobre los intereses de sus siglas. En Uruguay, presidente, ministros y diputados han rebajado sus sueldos un 20% para destinar fondos al rescate sanitario. Los nuestros, en cambio, no han perdonado una dieta.

Como resultado del permanente enfrentamiento entre PP y PSOE, entre Sánchez y Casado, antes entre Rajoy y Sánchez, antes entre Zapatero y Rajoy, nada o muy poco queda de aquella simetría de la Transición inspirada en la monarquía parlamentaria británica (un rey, dos cámaras, dos partidos). El auge de nacionalismos y radicalismos y la explosión del centro político han dinamitado el modelo del 78.

En la era Sánchez no hay reglas fijas, ningún dogma. Los equilibrios son a varias bandas, su variable geometría muy inestable. No hay pactos horizontales, ni con horizonte alguno, sino transversales y atravesados en la opinión pública como en la grupa del desbravado toro del poder. El ahora prima sobre el mañana, la consecuencia sobre la causa, el apaño sobre la acción de gobierno… En tan confusa ceremonia, unos cuantos sepultureros de la democracia apenas disfrazados de demócratas están enterrando la Transición en la fosa común de la intransigencia, ¿para abrir qué tumbas?