La formación de un alumno que no comparte en la escuela los rasgos más comunes de sus compañeros presenta muchas complicaciones, pues requiere una atención personalizada que en muchos casos resulta imposible facilitar por falta de recursos. Cuando la diversidad funcional de carácter intelectual implica limitaciones para el aprendizaje, el apoyo formativo suele venir de la mano de una contribución tutorial y de un mayor esfuerzo por parte de todos quienes participan en su entorno. Muy diferente es la gestión de los niños superdotados, los cuales, por pura paradoja, suelen también ser víctimas del fracaso escolar. La causa es bien simple: se aburren en clase; las secuelas inmediatas, también son presumibles: falta de interés y déficit de atención. Se ha especulado mucho sobre la conveniencia de un enfoque particular en su formación y de la necesidad de una educación especial, así como sobre las consecuencias potencialmente negativas de tal planteamiento, tanto por lo que respecta a él mismo como a sus compañeros. Ni siquiera es fácil determinar hasta qué punto nos encontramos ante uno de estos talentos; en cambio, conocemos perfectamente la funesta huella que las etiquetas, sean de «tonto» o de «listo», suelen conllevar.Disponer de un elevado potencial intelectual, lo que debería suponer una capacidad extrema de aprendizaje, es un don gratuito que no podemos desperdiciar, que ha de ser aprovechado al máximo en beneficio de la comunidad. Pero nos enfrentamos a una cuestión compleja de abordar y resolver. En otro orden de cosas, perseguir la uniformidad de resultados en un alumnado heterogéneo y plural conduciría con elevada probabilidad a una merma de exigencia y, por ende, a un pernicioso descenso del nivel académico en el grupo. H *Escritora