El primer banco alemán, fundado en 1871, el Deutsche Bank, no hace mucho, tras conseguir el ejercicio con más ganancias de su historia, despidió a once mil empleados. La reducción de personal se ha convertido, no ya en un objetivo, sino en una obsesión, como si el abaratamiento de los costos procediese únicamente de la dimensión de la plantilla. Ni la productividad, ni la innovación tecnológica, ni la investigación en planes productivos ocupa un mínimo lugar en los cerebros de los planificadores.

Y, a pesar de que cada día las empresas contratan más ejecutivos especialistas en reducir plantillas, más empresas levantan sus castros del próspero suelo de los países con alta renta per cápita y se marchan a países menos desarrollados, donde los salarios son menores.

No es nuevo. Cataluña sufrió la crisis textil, cuando las fábricas de tejidos hicieron lo mismo, y España entera soportó la crisis de la línea blanca, cuando el centón de fábricas de electrodomésticos que habían nacido con alegría en los años sesenta tuvieron que fusionarse o, simplemente, desaparecer.

Mientras un barco construido en Corea cueste un 30 por ciento menos menos que el mismo barco construido en los astilleros de Cádiz, será difícil que los astilleros no se vean obligados a cerrar, por la misma razón por la que los trabajadores de esos astilleros no compran su ropa, ni sus alimentos, en los establecimientos más caros, ni se van a beber una cerveza al bar más incómodo y cuyo precio sea más alto. La frustración de los terremotos industriales y de servicios es profunda. No hace falta ver Los lunes al sol para saberlo. Pero eso no puede arreglarse con tirachinas, ni con manifestaciones, ni haciéndole la vida insoportable a los otros conciudadanos. Ni es bueno ponerse a buscar alternativas cuando la empresa ya está en la ruina. Se debería haber supuesto. Y también los sindicatos.

*Escritor y periodista