Los escritores trabajamos en soledad y solo de vez en cuando nuestra inexorable tendencia al aislamiento se rompe merced a esporádicas reuniones en las que nuestras individualidades respectivas se suman. Así, en un Congreso de la AAE, tuve la suerte de conocer a Félix Grande, quien impartió una charla magistral con la copla y el flamenco por protagonistas.

No fue demasiado el tiempo que Félix Grande dedicó a un auditorio poco inclinado a apreciar los insondables matices del folklore andaluz; pero, a pesar de ello, el maestro supo hacernos llegar la expresión más honda y a la vez patética de la copla y todos sentimos nacer tal pálpito de belleza que hubiéramos deseado dilatar hasta el infinito aquel breve y maravilloso lapso. No fue así y el instante pasó vertiginoso, pero, gracias a la memoria, los humanos podemos perpetuar el regalo entrañable de un excelso recuerdo.

Félix se ha ido para siempre y una enorme congoja impregna todo mi ser, porque el sentimiento de pérdida es una caída en el abismo de lo irrecuperable. Pero Félix nos ha dejado también una huella imborrable, legado de su compromiso vital con la literatura y la flamencología; una epopeya que ha quedado grabada para la posteridad. Poeta irredento, guitarrista que cambio la cuerda por la pluma, devino en entusiasta intelectual de la expresión más popular del sentir de un pueblo. Félix bebió en la lírica de Antonio Machado, Luis Rosales y César Vallejo para donarnos una vasta obra, plena de sensibilidad, donde lo sencillo se hace sublime y el espíritu se libera de las cadenas terrenales. Debemos una inmensa gratitud a quienes, como Félix Grande, revolucionarios de la palabra, nos enseñan a mirar el mundo con ilusión. Escritora