La ciudad de las culturas, la Sarajevo del valle del Ebro, la capital de las ordenanzas, no ha sido capaz de hacer que convivan en paz los peatones, las bicicletas y los coches. Al calor de la Expo y de un plan de movilidad que el tiempo ha revelado inabordable, el Ayuntamiento de Zaragoza tuvo, entre otros, el sano propósito de introducir las dos ruedas en nuestras vidas. Y lo consiguió, aunque de paso las colara también en nuestras aceras. En un suspiro, la capital aragonesa empezó a asemejarse a esas ciudades del norte de Europa en las que la bicicleta forma parte de su idiosincrasia. Seis años después, sin embargo, una sentencia judicial ha alterado el ecosistema cesaraugustano, al determinar la inmisericorde expulsión de las bicis a la calzada. ¿Qué ha fallado? Puede que el propio consistorio, al que encima le crecen ahora los enanos --y las multas-- de la Policía Local, haya pecado de ingenuo. O que el juez haya actuado con demasiada severidad. Pero contra la cómoda tendencia de cargar las culpas a otros, especialmente si se trata de la administración, se ha echado en falta estos días un examen de conciencia más individualizado. Porque ha sido la irresponsable actitud de algunos energúmenos sobre sus bicicletas la que, con sus impertinentes carreras y acrobacias, ha hecho que paguen justos por pecadores. Ahora habrá menos ciclistas, pues circular entre coches entraña riesgos obvios. Hasta los niños tienen prohibido montar por donde antes lo hacían. ¿A quién hemos de agradecérselo?

Periodista