Déjenme hacerme el ingenuo, aunque solo sea como ejercicio literario. Déjenme que finja sorpresa ante los caminos que toma la política. Y que por ello la califique de enloquecida. Que haga como que creo que lo que sucede es solo un desvarío que acaso pudiera sanarse con el consejo mesurado, con el análisis compartido. En fin, permítanme, en este primer párrafo, que escriba como si la política actual albergase alguna posibilidad de cura y pudiera reconvertirse en una práctica en beneficio de la sociedad.

Disculpen que me haya puesto lírico, a pesar de que los tiempos no lo propicien. Solo ha sido un rapto, un brote de ingenuidad. Pero, cuando se vive en España, especialmente en Zaragoza, esa ingenuidad se cura con rapidez. Basta con ver lo que sucede por la plaza del Pilar para comprender qué es la política, al menos la política de nuestras sociedades neoliberales, cuyos protagonistas no son orates, tripulantes de la nave de los locos, sino sumisos testaferros de intereses delegados.

La política como ejercicio en defensa de los intereses colectivos. Seguro que Forges haría una magnífica viñeta sobre ese enunciado. Más bien, al contrario, lo que percibimos es que cuando alguien pretende desempeñar así la política es colocado en la picota. Aquí hay que saber quién manda, y bailarle el agua, reírle las gracias, o pasar por el besamanos. Nada de ciudadanos, solo siervos, como ya advertía hace años Juan Ramón Capella.

En las últimas semanas, asistimos a una serie de decisiones judiciales que avalan la actuación del Ayuntamiento de Zaragoza en temas que fueron tremendamente controvertidos. El 010, al que dediqué un artículo, Ecociudad, se convirtieron, en su momento, en piedra de escándalo de las fuerzas bienpensantes de esta ciudad, sirvieron para desaforados ataques al gobierno de la ciudad. En el caso de Ecociudad, la oposición llegó a judicializar el tema hasta el punto de acusar al equipo de gobierno de diversos delitos. Tanto en un caso como en otro, la justicia ha acabado dando la razón al ayuntamiento. Tras el escándalo y el griterío, tras la tormenta mediática, silencio opositor.

Miento, nada de silencio. Más bien, estruendo. Reprobación del actual alcalde, Pedro Santisteve, una reprobación nada menos que promovida por CHA, y por aplicar una ley impulsada por CHA y PSOE en las Cortes de Aragón. Quizá aquí, sí, algo de delirio pudiera diagnosticarse. Un alcalde, un equipo de Gobierno que, a diferencia del Gobierno de España, ha sabido reducir drásticamente la deuda del ayuntamiento sin necesidad de recortar servicios sociales, antes bien aumentado esos servicios; un alcalde, un equipo de gobierno, que ha sacado a la luz y puesto freno al expolio y robo que ciertas contratas realizaban del dinero de todos al facturar servicios que nunca se habían realizado; un alcalde y un gobierno que, contra viento y marea, intenta modificar los usos y hábitos ciudadanos, para hacer de Zaragoza una sociedad más habitable, menos contaminada, mostrando lo que debiera ser un compromiso ineludible de todas las administraciones públicas: la lucha decidida contra el cambio climático; ese alcalde, ese equipo de gobierno, es reprobado.

En el país de Camps, de Fabra, de Matas, de Urdangarin, de Juan Carlos I de Borbón, de los siameses de la eléctricas, Aznar y González, de Granados, de nuestro ínclito alcalde González Triviño, de nuestro presidente autonómico José Marco, en este país de la corrupción rampante, del escándalo cotidiano, de la política al servicio de intereses privados e inconfesables, de los bancos y autopistas rescatadas, se reprueba a quien pone orden en las cuentas, a quien pone coto a las ilegalidades e irregularidades de empresas que se embolsan el dinero de la ciudadanía, a quien se esfuerza en implementar una política en beneficio de la mayoría ciudadana. ¿Ha enloquecido la política? Qué va. Sabe muy bien quiénes son los amos.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza.