Resulta inverosímil concebir un Estado de Derecho plenamente desarrollado sin una Justicia eficaz y, además, independiente. La regulación de la vida social y de sus inevitables conflictos requiere soluciones rápidas y eficientes, antes de que los problemas se enquisten y alimenten un cáncer que corroa al sistema. Desafortunadamente, la Justicia en nuestro país adolece de una persistente carencia de recursos, de una estructura nebulosa escasamente comprensible para el ciudadano y, por si fuera poco, sufre también una importante exposición a maniobras políticas que puedan limitar su independencia. Desde la calle, se percibe a la Administración de Justicia como un organismo entumecido e inaccesible, cuyas resoluciones, además de tardías, se apartan a menudo de lo previsible y esperado por los legos en la materia; puertas adentro, existe entre el funcionariado un gran pesar ante la insuficiencia de medios con que afrontar el exceso de trabajo que desborda ampliamente su buena disposición; desolados contemplan cómo ni siquiera el sinfín de horas extras que realizan puede conjurar el desmedido crecimiento de los legajos pendientes. Las crisis económicas proporcionan con harta frecuencia inmejorables excusas para implementar medidas y justificar situaciones que, de otra forma, serían inadmisibles. ¿Dónde están los verdaderos responsables del caos judicial; a quién no interesa que la Justicia funcione? Un extraterrestre recién llegado a nuestro planeta buscaría los culpables entre quienes se benefician, consciente o inconscientemente, de la debilidad de un sistema mediante el que los más hábiles y poderosos consiguen burlar las leyes, incluidas las que ellos mismos dictaron en su propio beneficio. Escritora