Reivindican la estepa del sur de Zaragoza, una inmensa torta reseca que empieza a llenarse de carreteras, cinturones, vías férreas, polígonos, parques temáticos. En medio de todo este ajetreo que a menudo no sabemos ubicar, en medio de todo este trajín disperso, aparecen los ecologistas y recuerdan que la estepa existe, que es un valor medioambiental y cultural, y piden que se reconozca y se proteja, al menos un trozo. Por el norte avanza el tubo descomunal del agua de Yesa. En los altos de La Muela acaban de inaugurar el Museo del Viento, las periferias de la city empiezan a llenarse de toda una gama de plataformas logísticas y proliferan en todos los formatos las églogas sobre el golf. El barullo físico y conceptual es tan formidable que cada parcela necesita un observatorio específico, una agencia de evaluación, un protocolo estandarizado para monitorizar los objetivos, si los hubiere. En medio de esta extraordinaria hiperactividad general, en medio de estos meganervios cruzados, van los ecologistas y reivindican la estepa. Esos secarrizos se han revalorizado con tanta agitación. Ahora, cualquier erial olvidado es susceptible de acoger una ciudad del ocio, una planta recicladora, un mausoleo digital. El territorio está despertando, y las gentes ya han empezado a prescindir de la siesta (o por lo menos a denominarla como "I + D": a veces las mejores ideas se "escurren" en pena soñarra). En esta economía de las presencias, basta con nombrar algo para que duplique su valor, para que alguien, en algún remoto confín conectado, decida invertir... o desinvertir. Por eso es importante que de repente se recuerde y se airee el valor de la estepa, un valor intrínseco, un valor que hasta ahora no valía nada. Ha tenido que sobrevenirle toda esa agitación de los tiempos, toda esa expectativa inabarcable, para que se revisara el concepto, la esencia y los recursos propios del secarrizo. Si se hacen bien las cosas, si se hace un esfuerzo diario por relacionar los temas más dispares, el conjunto sólo puede ir a mejor.

Javier Blasco, que acaba de recibir la medalla de Medio Ambiente del Gobierno de Aragón, es el gran experto y amante de Monegros y similares. Dice que esos tesoros hay que recorrerlos de rodillas para apreciarlos bien. Entre el agua y el desierto estamos, y es bueno que no perdamos esa síntesis.

*Periodista y escritor