El estreno de Morir cuerdo y vivir loco , la última producción, o superproducción, mejor, del Centro Dramático de Aragón, en colaboración con el Nacional, ha servido, entre otras cosas, para consolidar, esperemos que definitivamente, este proyecto cultural de primera magnitud.

A la paciente espera de que se alce el telón del Fleta, el viejo Teatro Principal, con sus espartanas butacas y su nítida acústica, sirvió como nutrida platea para la puesta de largo del texto de Fernando Fernán Gómez, dignamente repartido entre un elenco en el que brillaron actores de la tierra --Santiago Menéndez, Ricardo Joven, Cristina de Inza, Gabriel Latorre, María José Moreno y un largo etcétera--, arropando a los dos papeles principales: un Quijote soberbio (Ramón Barea) y un digno Sancho (Enrique Menéndez).

Exhaustivo conocedor del texto cervantino, Fernán Gómez ha elaborado un texto de alta calidad literaria, cuyas referencias y fuentes se miran como el Caballero de los Espejos en los excesos y locuras de Alonso Quijano.

En la esencia de su grandeza, no deja de ser irónico que nuestro personaje de ficción más universal (más que Lazarillo, más que Don Juan) no fuera, en el fondo (en la imaginación de Cervantes), sino un pobre y genial lunático empeñado en hermosear la triste realidad, y dotarla de aventura y pasión. La recreación dramática de ese conflicto eterno entre la existencia y la ficción, emblema de la novela, y del hombre contemporáneo, hubiera merecido acaso una apuesta más vanguardista en la dirección escénica, que a veces, en su afán por homenajear el teatro clásico, peca de cierto conservadurismo y rigidez.

Los "cuadros" que prologan las escenas los habíamos visto ya en el "Goya" de la compañía El Temple. La escena de la muerte de Quijano es, efectivamente, agónica para Barea, pero también para el espectador, y se echa en falta algún efecto más, otra magia, otro duende en el decorado y la luz. En ocasiones los actores, acaso por imperativo de los hermosos diálogos, permanecen estáticos, restando viveza y vigor a su encarnación. Son peros pequeños, pelos del yelmo de Mambrino, que en absoluto deslucen el riguroso y armónico conjunto de un espectáculo que respeta el canon clásico, rozando la perfección en esa escala; de un montaje que hará las delicias de muchos aficionados y que funcionará a las mil maravillas por el resto de ciudades que lo esperan en gira.

La fórmula de producción propia del CDA, apoyado en sus estructuras y finanzas por un Gobierno aragonés que aquí sí tuvo visión de futuro, ha encauzado la creatividad de las compañías aragonesas hacia metas y objetivos de una gran ambición. La circunstancia de que un autor de la talla de Fernán Gómez, o un director del Centro Dramático Nacional (Juan Carlos Pérez de la Fuente) se impliquen en un proyecto de esta envergadura habla de lo veloz y profesionalmente que se ha cubierto la primera etapa del nuevo ente del teatro aragonés.

Y una sucesión de éxitos, desde el Ricardo III de Carlos Martín, hasta este imprescindible Quijote, así lo avala.

*Escritor y periodista