El mar no se conmueve ni sabe que el 10 de diciembre se conmemora el aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre dictada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1948 y que recoge en sus treinta artículos los derechos humanos considerados básicos. Según las cifras manejadas por ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados) en lo que va de año 3.419 inmigrantes han perdido la vida al intentar cruzar el mediterráneo en busca de un lugar en paz donde vivir.

Esta misma semana un barco oceanográfico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) ha rescatado a 194 sirios que, huyendo de la guerra, prefirieron enfrentarse al mar a hacerlo a verdugos más perversos. Para el mar, ni siquiera para el Nostrum, la justicia, en forma de catálogo de derechos o intenciones, no pasa de ser otro de esos cantos de sirena de los mismos a los que a veces alimenta, entretiene, cuida o baña y que otras veces, las menos amables, las más descarnadas, entierra. Suena a contrasentido y no es sino triste y textual hecho.

El mar como espejo de un mundo roto, de una derrota más que sumar a las otras que llegan y perfilan el retrato de un mundo en guerra sin declaración previa donde la beligerancia no se anuncia sino que se presume y el aviso sería tomado como el eco arcaico de contiendas viejas. No se declaran las guerras como no se prepara la paz. A una forma distinta de hacer y entender la guerra corresponde un modo diferente de concebir la paz, una paz dosificada cuyo desigual reparto va por zonas, países, ciudades y, por supuesto, hasta por barrios.

A veces el mundo se me asemeja a una crisálida, a ratos quiescente a ratos inquieta, por la que todos pugnan y pretenden como quien corteja un tesoro y que, bulliciosa o silente, espera sin calendario un momento mejor en el que mudar. Otras, en cambio, el mundo se me antoja más parecido a un infierno, confortable para algunos, insoportable para otros. Ni detallar ni adivinar resulta preciso aquí: cualquier tipo de esclavitud, toda forma de violencia de las que a diario ilustran nuestros periódicos constituye ejemplo bastante. Extraño progreso este. De hecho no creo que Chamfort imaginase que más de dos siglos después sus palabras para referirse al mundo siguiesen siendo tan válidas: "Viviendo y viendo a los hombres el corazón se rompe o hace piedra". En un contexto y un escenario como el nuestro la respuesta, atomizada, no es fácil, en realidad nunca fue sencilla.

Siempre cree el hombre que su época es la más dura y escabrosa y que la que él vive es la verdadera, y tal vez única, encrucijada. Pero en todo caso me parece que bien podrían englobarse las respuestas en dos tipos: o en el fácil pesimismo que conduce a la inacción o en la fe en el Derecho que en su día ya nos enseñaran Ihering o Calamandrei. Pero ni en cualquier Derecho ni a cualquier precio porque no todo camino sirve. Solo en el Derecho que quepan todos, un derecho humano pero sobre todo, un derecho humanitario. Derecho que, utopía o promesa, no dependerá de la crisálida sino de cada uno de nosotros, nuestros gobiernos, nuestros Estados.

Profesora de Derecho de la Universidad de Zaragoza