Gracias, muchas gracias por las bienvenidas. El coronavirus, a la vista está, ha producido una inversión de las prioridades e intereses, de tal forma que todo anda patas arriba. Y de la misma manera que la crecidilla del Ebro se ha convertido en noticia muy menor (y eso que no ha dejado de inundar campos ribereños, como pasa siempre), la cacerolada al discurso del Rey no ha tenido ni va a tener el impacto que se merece, porque verdaderamente es la primera vez que ocurre una cosa semejante, de la misma manera que nunca jamás habían quedado tan de manifiesto las debilidades de una monarquía que vuelve, como en tantos momentos de nuestra historia, a estar colgada del alero.

Todo resulta muy obvio. Desde el oportunismo de la Casa Real a la hora de repudiar al Emérito justo cuando la crisis entraba en su momento álgido, hasta el anormal papel que la corona debe jugar en este país, donde Felipe VI parece verse forzado a interpretar un personaje tan vacío de contenido como el que representó la noche del miércoles endosándonos el obligado e irrelevante discurso oficial. ¡Si por lo menos hubiera hablado de “lo otro”! Ya sé que mucha gente de derechas, arrastrada por su subconsciente tardofranquista, todavía entiende la función del monarca en clave ejecutiva y le adjudica prerrogativas civiles y militares que en realidad no son suyas. Pero al mismo tiempo la actual monarquía española arrastra tras de sí una trayectoria irregular y alterada (tres restauraciones en los últimos dos siglos), una ejecutoria con más sombras que luces y una actualidad que les fuerza a ser, en el mejor de los casos, lo que cualquiera de sus homólogos del resto de Europa: ocasional materia de fastos protocolarizados y asunto de las revistas y programas del corazón. Esa intangibilidad que supuestamente convierte al Rey en inviolable e inimputable no cuadra. Y menos cuando la Transición quedó atrás y Juan Carlos I ha resultado ser un personaje tan endeble (por no hablar de otros miembros de la familia), tan Borbón y tan absurdo. Hombre, se le hubiesen perdonado sus ridículos devaneos con señoras, la verdad, bastante impresentables… pero lo de las cuentas y las sociedades 'off shore' no hay quien se lo trague. Menos ahora, cuando se pone de relieve la importancia de contribuir al bien común, de tener las cuentas claras, pagar religiosamente los impuestos y ejercer el único patriotismo posible, el que caracteriza a una ciudadanía solidaria y consciente.

La monarquía, y he aquí otra obviedad, es un adorno anacrónico, una extravagancia. Su función política dejó de existir hace tiempo (la reina de Inglaterra se limita leer el discurso de apertura del Parlamento que le escribe… el primer ministro de turno). Ningún país serio y democrático puede correr riesgo alguno ni albergar dudas al respecto, ni siquiera España. Supongan ustedes que la Constitución hubiese reconocido desde el principio el derecho de la primogénita del Rey a heredar el trono. Hoy, Elena, la hija mayor de Juan Carlos, sería reina y el famoso Froilán de Todos los Santos, su heredero. Genial, ¿no? En Escandinavia tal vez se puedan permitir estos lujos. Aquí, no creo. Froilán es mucho Froilán.

Bajo el azote del coronavirus, todo lo demás parece relativo. El personal está asustado, los argumentarios políticos e ideológicos han perdido su sentido. Dicen que cuando la plaga pase, será la hora de repasar lo sucedido y sacar conclusiones. Pero en esta feria de las obviedades hay asuntos que ya están meridianamente claros. Siempre lo estuvieron. Ahora, ni les cuento.