Estuvieron más de 15 minutos frente a la Puerta del Carmen. Dos ancianos y su minúscula cámara de fotos. Primero posaba ella, muy señora y elegante, con una sonrisa de amplio abanico y picardía en una comisura. Luego se disponía él, firme y circunspecto como un monarca el día de la coronación, sin una sola arruga en la mirada. Eran las tres de la tarde de Zaragoza, ciudad que deshidrata por igual en agosto la fortaleza de turistas juveniles en chancla o de decatletas con experiencia viajera en la mochila. Pero la abrumadora temperatura no entraba en su tenaz encuadre del momento. Buscaban por encima de todo ese recuerdo, ese trozo de alma de la ciudad para su álbum de la memoria compartida.

La sesión, sin espectadores ni apenas circulación, les permitió intimidad y complicidad. Poses con el singular e icónico monumento al fondo y ni una sombra sobre sus cabezas. Modelos uno del otro, no parecían contentarse con ninguna de las imágenes captadas, que repasaban antes de otro intento entre breves recriminaciones y propuestas de mejores perspectivas. Símbolos de la resistencia, hubo un instante en el que, sin embargo, estuvieron a punto de rendirse. Otro héroe de la canícula, más joven, pasó a su lado. Entonces comprendieron que quizás el éxito de la operación no estaba en sus manos y se aproximaron para solicitarle el favor de que les sacara juntos. Él la tomó por la cintura y ella posó la cabeza en su hombro. La inmortalidad consiste en vencer la soledad de todos los agostos con el amor de tu vida.