Se veía venir, pero en este país en que las dimisiones son una rarísima excepción, el hecho no dejó de sorprender. El ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, presentó ayer la renuncia a su cargo, junto a la de diputado y dirigente del PP, después de que horas antes el presidente del Gobierno hubiera confirmado que retiraba el proyecto de reforma de la ley del aborto. Con su habitual laconismo, Rajoy ventiló la decisión con una frase que bien podría aplicar a otras leyes que ha solventado gracias a la mayoría absoluta del PP en las Cortes. El presidente dijo que no podía "aprobar una ley que cuando llegue otro Gobierno la cambie", por falta de consenso.

FISURAS POR EL CENTRO

Lo cierto es que, en el caso de la ley del aborto, Rajoy había percibido que el proyecto de Gallardón, que fijaba unos supuestos más restrictivos que la derogada norma de 1985, no solo despertaba la oposición de la práctica totalidad de los grupos parlamentarios, sino de una parte significativa del PP, reflejo de algo bien simple: la sociedad española del siglo XXI, con las mujeres en primer lugar, se siente cómoda con la actual ley de plazos aprobada durante el mandato de Zapatero. Puestas las cosas en la balanza, Rajoy ha entendido que contentar a la cúpula del episcopado y al sector más conservador de su electorado no compensaba las fisuras que se le abrían por el centro. Es cierto que el proyecto de Gallardón seguía las pautas del recurso que el PP interpuso ante el Constitucional contra la ley de Zapatero, pero esto solo demuestra que demasiadas veces se apela a los principios de muy distinta manera cuando se está en el Gobierno o en la oposición. Gallardón, otrora señalado como paladín una derecha liberal, asumió esa regresión tan alejada de los tiempos como algo personal, y Rajoy le dejó hacer sin comprometerse. El presidente, tan criticado a menudo por su lentitud para actuar, demuestra una notable agilidad a la hora de prescindir de los correligionarios que pueden hacerle sombra o comprometerle en apuestas que cree perdedoras. Así, España sigue en materia de aborto dentro de los parámetros que rigen en buena parte de Europa y las españolas (y los españoles) mantienen un derecho individual del que se las quería despojar en nombre de principios morales que en modo alguno pueden ser universales.