Igual que el jardín es la versión civilizada y decorativa de la selva, con sus humildes macetas de terraza o sus diseños versallescos de mansión, y el hombre juega a disfrutar de la naturaleza con sus placeres y sin sus riesgos bajo la bendición del control y el consuelo del arte, en estos días de confinamiento, frente al desorden del mundo, nuestra perplejidad y su entropía inabarcable uno intenta ordenar su casa quizá como último conjuro frente al mal.

En el pequeño velero a la deriva del mar del confinamiento que es cada domicilio muy pocos habrán quedado libres del síndrome (o espejismo) que yo llamo «venga, que voy a ordenarlo todo de una vez». En los trasteros españoles han aparecido bicicletas estáticas, radios antiguas, monedas de otro mundo, cromos de Maradona, abrigos vintage, cucharas de plata y viejas cajas de música que ahora son vendidas por wallapop para hacer sitio o sacar un dinero que haga esta crisis más llevadera. El aburrimiento se convierte en ocio creativo y yo me descubro pensando que este nuevo comercio más o menos justo mezcla paradójicamente el liberalismo más indómito pero también la «economía moral de la multitud» que acuñó E. P. Thompson -pues al final no deja de sustentarse en una cierta ética de la subsistencia y tiene consecuencias en la búsqueda del bienestar colectivo- y no puede ser ejemplo más paradigmático de la interacción de la costumbre, la circunstancia y la actividad económica. Hemos dejado que todo se desordene y acumule para que un día el coronavirus y el encierro nos hagan sentir el caos del trastero como un mal espiritual y de ahí saquemos un bien material, sin estridencias ni usuras, con la moral intachable y el aura blanca de la extraña y circunstancial gente de orden en que nos hemos convertido.

El ser humano es maravilloso. No me digan.

*Fílóloga y escritora