La muerte de Pérez Rubalcaba, independientemente de las alabanzas a su persona (merecidas: fue un político con autoridad intelectual y moral), permite hablar de la política como concepto y como praxis. La elaboración de proyectos colectivos, seguidos de la coherencia y la discreción, configuran cualquier política que pretenda ser respetada.

El propio Rubalcaba dijo en un momento irónico, seguramente atosigado por tantas loas a algún notable fallecido, que «España es un país que entierra bien a sus muertos». Sería injusto atribuir tal expresión a su caso, pues no cabe duda de la objetividad y veracidad de todos los comentarios sobre su biografía. Más bien, en su caso, cabría hablar del poco reconocimiento que tuvo en vida y de lo despiadada que, a veces, es la política con sus profesionales. Pues bien, en honor de Rubalcaba, hablemos de política, de la buena praxis de la política, de la coherencia del buen político, de la política con proyectos, de los políticos partidarios de los hechos más que de las palabras, aunque también elaboradores de un buen discurso.

Posiblemente, el concepto más influyente en la interpretación de los datos sea el de globalización, pues interviene en la emisión y en la recepción de las noticias, además de todos los añadidos colaterales del proceso entre la emisión y la recepción. Estamos en la galaxia internet y sus correspondientes redes sociales, donde se confunde lo verdadero y lo falso, donde la excesiva información deja de ser tal para convertirse en ruido ocultador de la verdadera información. Si durante la dictadura franquista nos convertimos en verdaderos expertos en la lectura interlineal, en la traducción de lo simbólico, en la interpretación de los silencios más que de las palabras, actualmente, para estar informados hay que ser verdaderos genios en varias disciplinas para saber desvelar la verdad escondida bajo multitud de velos.

Otro concepto importante es el de las identidades. Como no te declares feminista, ecologista, pacifista, igualitarista… (todo a la vez), prepárate a, como mínimo, que te acusen por la vaciedad de tu discurso y por tu poca sensibilidad social. Recuerdo a este respecto una viñeta de El Roto en que aparecían dos potentados regocijándose porque ahora estamos enfrascados en la revolución feminista y ya no hablamos de la lucha de clases. Cada uno califica como lo más importante lo específico de su identidad, todo lo demás es secundario. Esta perspectiva reduccionista se debe combatir con otra perspectiva más amplia e integradora.

Por cierto, una de las identidades más aplaudida es la generacional. Ser joven es una prima de salida. Si, además, es bien parecido, mejor todavía. El citado Ru-balcaba dijo en una ocasión que posiblemente no era presidente porque era calvo y feo. Podríamos seguir con otras identidades (nacionalistas, feministas, tecnológicos, homosexuales, ecologistas, inmigrantes, alternativos…) cuyo peso excesivo deja ocultos otros valores, especialmente los laborales y económicos. Porque, recordando a los jóvenes iracundos ingleses de los sesenta, está bien que te guste bailar, el problema es que no sepas más que bailar; o no está mal que te guste el fútbol, el problema es que solo te guste el fútbol. Cada uno cultiva su parcelita identitaria.

Cuando lo cultural brilla excesivamente, debajo hay escondida una derrota social. Yo siempre me he preguntado si las reivindicaciones cultural-identitarias son una distracción de otros retos más importantes y difíciles de conseguir: trabajo, salario, vivienda, pensiones, vejez, dependencia… En fin, lo básico desde que el hombre es hombre. Este capitalismo actual que nos rodea y que nos habla de un futuro lleno de oportunidades, diverso y tecnológico, juvenil y colorista, no nos da una mirada integradora que permita dar respuestas a asuntos vitales y esenciales. Y, desde luego, está configurando un mundo menos democrático y más desigual. Lo identitario sí, pero en su sitio y en su momento. No nos dejemos manipular.

Si analizamos someramente esta eterna campaña electoral (pobres electores, pero también pobres candidatos, repitiendo todos los días lo mismo. Qué aburrimiento), podemos observar que la mayor parte del contenido de los mítines y actos públicos están impregnados de elementos identitarios, y poco, casi nada, de elementos básicos y vitales. Serían necesarios más proyectos y objetivos políticos, y menos obviedades y expresiones huecas. Si pensásemos que los políticos son anecdóticos y coyunturales mientras que la política es categórica y estructural, otro sería el paisaje. Y los ciudadanos electores serían tratados como mayores de edad, no como marionetas. Los políticos serios no hacen populismo (propuestas simples para problemas complejos) sino que intentan convencer a la sociedad de que su proyecto político es el mejor. La política es un proyecto a largo plazo, donde el decir y el hacer deben ser coherentes y no estar a la última moda (tacticismo). La opinión popular cuenta y condiciona, pero no determina la política.

*Profesor de Filosofía