La muerte de George Steiner nos deja sin uno de los últimos representantes de una tradición. Era un judío europeo con nacionalidad estadounidense, políglota, con nostalgia por una Europa anterior a las catástrofes del siglo XX y conciencia traumática del desastre, que establecía conexiones entre las grandes obras de la tradición occidental, fascinado con el lenguaje y sus límites. Era solemne, también pegadizo. Siempre había un conferenciante que carraspeaba y empezaba: «Decía Steiner».

Era un crítico literario, pero aspiraba a la teología. Era fetichista: escribía «haría falta un Marx», o un Proust o un Mozart o un Heidegger: nada por debajo; al final, parecían bolsos o coches de lujo. Las reacciones a su muerte muestran que también él se había convertido en un fetiche.

Era grandilocuente: «Se acerca a cada obra como si liderase un golpe de Estado para restaurar a un monarca en su trono», le reprochó James Wood. Escribía cosas iluminadoras, fatuidades, sandeces. Quería ser profundo; a menudo chapoteaba con énfasis. Daba un irritante giro religioso al relativismo lingüístico. Por ejemplo: «La estructura lingüística vertebra y parece organizar tanto la concepción dominante como la posición filosófica». O: «Toda una antropología de la igualdad sexual [....] va implícita en el hecho de que nuestros verbos, a diferencia de las lenguas semíticas, no indican el género del agente». Como señalaba Guy Deutscher, el uzbeko, el turco o el indonesio no distinguen el género del pronombre personal en tercera persona y no se hablan en sociedades famosas por su «antropología de la igualdad sexual». Para denigrar la literatura pornográfica la comparaba con las SS. Elogiaba dos novelas de Robert Graves sin caer en que era el mismo libro con títulos distintos, opinaba sobre traducciones del ruso sin conocer cosas básicas de la lengua. Hablaba con la misma autoridad de lo que sabía y de lo que no sabía, y quizá él mismo no era capaz de apreciar la diferencia.

Escribía bien. Titulaba mejor: Tolstói o Dostoievski, Después de Babel, Pasión intacta, Lenguaje y silencio. Explicaba con elegancia: por ejemplo, la arbitrariedad del signo lingüístico con Mallarmé en Presencias reales. Si te interesaban la literatura comparada, la traducción, era estimulante e inspirador: veías un mapa de ecos, relaciones y posibilidades entre los textos. Tenía talento para encontrar anécdotas. Las mejores cosas que enseñaba son las más sencillas: es interesante frecuentar unos textos y asociarlos; Europa es una idea o un cruce de ideas y voces, y eso es mucho más que una lengua o un territorio; intenta leer con un lápiz en la mano; es bueno aprender de memoria textos que te gustan.

@gascondaniel