Todas las guerras son intrínsecamente incivilizadas y, guerra a guerra, hemos construido nuestra civilización, lo que no quiere decir que algunos métodos hayan merecido la reprobación, y algo es algo.

El escándalo de las torturas y el ataque a niños y adolescentes por parte del Ejército israelí, nos traen a la actualidad un espinoso asunto latente, dormido, apaciguado por la ignorancia o el silencio, pero que pervive en todas las guerras.

No hay que trasladarse al continente africano, donde los odios ídem han producido carnicerías memorables, para encontrar ejemplos deplorables. Sin salir de Europa, en la última guerra de los Balcanes, hubo torturas a embarazadas, violaciones a mujeres civiles, asesinatos a niños delante de sus madres, vejaciones sexuales a madres delante de sus hijos, y toda la panoplia que cualquier aprendiz de Sade pueda imaginar. Si estos actos repugnan a cualquiera, no lo es menos la constancia de un ejército regular y armado, atacando a una masa de civiles indefensos donde abundan niños y adolescentes. Esos valientes soldados israelíes disparando un misil sobre un grupo de personas desarmadas, que estaban cometiendo el terrible ejercicio de manifestarse, o esos arrojados soldados estadounidenses bombardeando a los asistentes a una boda constituyen ese tipo de acciones que llenan a sus protagonistas de deshonor y de vergüenza.

El Ejército de Estados Unidos --las tumbas de cuyos soldados en los campos de Francia y de Alemania nos recuerdan que nos ayudaron a librarnos del nazismo con el sacrificio de sus vidas-- no merece esta ignominia. Un militar no es un carnicero, ni un asesino, ni un pandillero armado. Al contrario, es un hombre de honor, dispuesto a derramar la propia sangre por la defensa de la sociedad a la que sirve. Pero estas groseras matanzas cargan de razón al enemigo, fomentan el terrorismo y llenan de mierda unos uniformes que nacieron para la gloria.

*Escritor y periodista