Algunos familiares de los militares españoles muertos en Turquía hace un año, no pueden evitar hacer comparaciones entre el tratamiento dispensado a estas víctimas y a sus familias, y el que recibieron las víctimas de los atentados del 11 de marzo y sus familias, porque es la muestra más palpable de lo que hay que hacer y lo que no.

Ayer, por primera vez en un año, estos 62 militares recibieron el homenaje que su trayectoria profesional y su destino vital merecían. Pero lo recibieron justo en el lugar donde perdieron la vida, y no en el que alumbró sus vidas y canalizó su destino hacia esa montaña turca cuando buscaban el abrazo complaciente de quienes sí entendían su entrega y su servicio a España.

Las autoridades turcas han derrochado la sensibilidad que les ha faltado a las españolas. Es cierto que el ministro Bono ha sabido estar a la altura de las circunstancias y ha acompañado a las familias hasta el lugar en el que sigue viva la huella de sus difuntos, pero ha pesado mucho la ausencia de uniformes españoles en ese acto cargado de emotividad. El Gobierno de Rodríguez Zapatero se mueve entre dos aguas: la de quienes ya no están en el Gobierno y pudieron pecar de negligencia y soberbia, y la de quienes siguen en la cúpula del Ejército y pudieron pecar de omisión. Para las muchas sociedades que nos han precedido, enterrar a los muertos no era sólo un problema sanitario, sino la expresión más firme de sus raíces y su identidad. La privación del derecho de identidad es un castigo, y así se entenderá si las familias no logran saber que el muerto al que lloran es su muerto.