En 1786, los representantes del Estado de Pensilvania declaraban solemnemente: «Un régimen democrático como el nuestro no admite ninguna superioridad». Percibían la revolución en la que estaban inmersos como un conflicto entre el pueblo y la aristocracia: «Bendito sea el Estado que pone a todos los hombres a un mismo nivel». Rosanvallon en 'La sociedad de los iguales' recuerda que la estigmatización de la aristocracia fue tan vertebradora en América como en Francia. El autor se pregunta sobre si la irrupción en la historia de este espíritu de igualdad es una herencia del cristianismo. Tocqueville en De la democracia en América recordaba que «…al cristianismo, que hizo a todos los hombres iguales ante Dios, no le repugnará ver a todos los ciudadanos iguales ante la ley». Lo que pasó es que, como en tantas otras cosas, esta dimensión igualitaria del mensaje evangélico no se tradujo en acción, sino que se quedó en el ámbito espiritual del que vivían precisamente no pocos jerarcas convertidos en pastores. Y no es igual ser pastor que oveja.

En el siglo XVIII fueron las teorías de la «igualdad natural» las que más influyeron. En la 'Encyclopédie' se afirmaba que “… puesto que la naturaleza humana es la misma en todos los hombres, es evidente que cada uno ha de estimar y tratar a los otros como seres que le son naturalmente iguales, es decir, que son hombres igual que él». Con todos estos antecedentes llegar a la «asamblea de ciudadanos» conquistando el derecho al voto de hombres y mujeres, (y lo que queda pendiente en materia de igualdad de género, que es mucho), hasta consolidar la «igualdad ante la ley» en los textos constitucionales no fue tarea fácil. Todos somos iguales ante la ley, aunque alguna política analfabeta afirme en sede parlamentaria lo contrario. Otra cosa es que la Justicia sea igual para todos. A la vista está que en absoluto.