El otro día vi la gala de los Goya y estuve a punto de morir de vergüenza ajena (es clínicamente posible, sí). Los culpables fueron algunos de los ganadores, que de forma cansina enumeraban listas interminables de familiares y amigos a los que dedicaban el premio. A ver, en un evento semejante el ritmo es fundamental. O te preparas un discurso divertido, ingenioso, o por lo menos eres breve. Cuando subían grupos de tres ganadores, todos soltando una retahíla de agradecimientos a la parentela, cuñados y sobrinos incluidos, te daban ganas de cortarte las venas. Por favor, que el próximo premiado no tenga familia, llegabas a desear. El caso es que por estos agradecimientos eternos resultó una gala dolorosamente larga, pero llena de gloria, que ha sido un año de muy buen cine. Hubo discursos estupendos, por supuesto, como el de Nata Moreno y Ara Malikian con el Mejor Documental, el del gran Javier Ruibal, que se marcó un cantecito con su Mejor Canción Original por Intemperie, el de Enric Auquer, el indiscutible Actor Revelación del año en cine y televisión, el del compositor Alberto Iglesias, muy emocionado con su Goya número once, que se dice pronto, el de Julieta Serrano (con su primer Goya a los 87 años), los de Pedro Almodóvar (en su gran y triunfal noche), pero el mejor discurso fue el de Antonio Banderas, grande entre los grandes, ganando el Goya como Actor Protagonista en su Málaga natal, como no podía ser de otra manera. «Tenía que encontrarme contigo para llegar hasta aquí. Mis mejores papeles han sido contigo. Tú me has entendido mejor que nadie», le dijo a un conmovido Almodóvar. Y acabó recordando: «Soy muy feliz porque hoy se cumplen tres años desde que sufrí un ataque al corazón. No solo estoy vivo, me siento vivo. Muchísimas gracias». H *Escritor y cuentacuentos