No a la falta de maña y agudeza -de las que desde niño había siempre dado sobradas muestras- sino a su carácter bonachón, fue debido el que a aquel buen zagal las gentes de su pueblo dieran en llamar Simplicísimus, como superlativo de simple. Desprecio con el que ¡ay! la gente ignorante suele pagar las buenas acciones y a quienes las hacen.

Antes de cumplir los 10 años, aquel mocoso ya se había dado cuenta de que la avaricia supera en mucho a la compasión en las acciones humanas. Y para explotar y divertirse con aquel filón, dio con la inocentada perfecta. Así que, Simplicísimus se las ingenió para modelar en arcilla lo que parecían monedas que pintó de dorada purpurina. Las colocó después entre los huecos de varias tapias edificadas en piedra seca que lindaban con las fincas de los más ricos del pueblo. Estos, al ver el destello dorado que la falsa moneda desprendía con los rayos de sol, corrían a recoger aquel preciado e inesperado tesoro, el cual quedaba reducido a polvo de tierra nada más entrar en contacto con las manos de los desafortunados afortunados. Pero no acababa ahí la charada, puesto que zagal agudo, Simplicísimus sabía leer y escribir, al igual que aquellos hombres ricos, que aún rematadamente zoquetes, habían tenido el privilegio de ir a escuela de pago. Así que en un trocito de pergamino hábilmente colocado al lado del falso tesoro, nuestro muchacho acertó a escribir: “Sigue buscando y más suerte la próxima vez”. Al leerlo, los avarientos caciques se desesperaban y maldecían clamando al cielo por averiguar qué insensato podría haber sido el que les hubiera hecho objeto de tamaño burla. Y no lejos de allí Simplicísimus, oculto tras un ribazo, se desternillaba de risa contemplando las airadas reacciones de sus desventuradas víctimas.

Aquellas bolas negras

Siendo ya mozo, acaeció la muerte del rey Fernando VII, a la que siguió la guerra civil entre los partidarios al trono vacante del pretendiente Don Carlos (hermano del finado monarca) y los de su sobrina, proclamada reina niña con el nombre de Isabel II. Siendo el alcalde del pueblo en donde nació Simplicísimus dizque liberal, recibió del Gobierno un oficio reclamando quintos para los ejércitos de la Regencia. Como los mozos se seleccionaban por sorteo (de dos bolas -una blanca y otra negra- metidas en una bolsa de terciopelo rojo, iba a la guerra el que sacaba la negra) entró en suertes Simplicísimus con el hijo del alcalde, quien para librar a su hijo del servicio militar decidió amañar el sorteo. Así, mandó el edil al alguacil que pusiera dos bolas negras en la bolsa, disponiendo que Simplicísimus fuese el primero en sacar bola, de manera que seguro le tocaba la negra.

El caso es que el agudo Simplicísimus algo se olió y en la noche anterior al sorteo halló la solución. Todo el pueblo había sido congregado en el Ayuntamiento para la ocasión. Solemnemente, el secretario pronunció el nombre de Simplicísimus, quien muy tranquilo metió la mano en “el bombo”. Cogió bola y sin mostrarla gritó: “¡blanca!”, y se la tragó. Por fuerza era negra la bola que le había tocado al hijo del alcalde, quien sin tragársela, se comía el marrón de tener que ir a la guerra.